viernes, 31 de mayo de 2013

Brownie de chocolate negro

Sigue soplando el viento con fuerza y silba por las rendijas de las puertas. Da pereza salir al exterior con este tiempo y apetece sentarse frente al parchís con los niños para jugar un rato a diversiones de toda la vida. Hemos precalentado el horno y animados por el dulce olor del chocolate nos enfrascamos en una nueva aventura en la cocina.

Receta adaptada de Jamie Oliver




Las medidas de esta receta son un tanto especiales, pero no podía ser de otra manera siendo del genial Jamie Oliver.


Ingredientes:
-200 gr de chocolate negro
-250 gr de mantequilla (a temperatura ambiente)
-200 gr de azúcar
-media cucharadita de sal
-5 cucharadas rasas de cacao en polvo (utilizo una cuchara de sopa)
-4 cucharadas de harina normal 
-1/2 cucharadita de levadura (cuchara de postre)
-4 huevos
-2 cucharadas de mermelada espesa o frutas confitadas (en nuestro caso utilizamos mermelada de higos, aunque Jamie le pone jenjibre confitado)
-Frutos secos al gusto, en nuestro caso nueces y piñones.

Precalentamos el horno a 200 grados.
Rompemos el chocolate golpeando las tabletas y lo picamos en la picadora o en un mortero, pasamos al recipiente donde vayamos a mezclar todos los ingredientes. Añadimos los huevos, la mantequilla, el azúcar y la sal y mezclamos. Seguimos añadiendo el resto de ingredientes, cacao, levadura, mermelada y por último la harina tamizada. Mezclar lo justo hasta integrar.
Cubrir un molde, de 20x35 cm aproximadamente, con papel de hornear previamente mojado, arrugado y posteriormente extendido. Verter nuestra mezcla y añadir 2 puñados de frutos secos sobre ella, presionando sobre algunos de ellos para introducirlos un poco más.
LLevar al horno durante 14 minutos, a los 10 minutos aproximadamente abrir el horno y colocar papel de aluminio sobre nuestro brownie para que acabe de hacerse, pero sin quemarse la parte superior.
Esperamos que lo disfrutéis, en casa nos encanta. Vamos ahora con nuestro relato.


Cuando suena el teléfono intuyo que es Margot quien me reclama. Carlota y yo acabamos de comer. Alberto no ha venido y los niños comen en el colegio. Así que estamos en el café, devorando golosas un bizcocho recién preparado. En parte se me ha atragantado. Lacónica suena una noticia en la radio que escuchamos con atención; no sabemos si forma parte de una novela o es un noticiario el que da cuenta de la historia, pero es sobrecogedora. A grandes rasgos relata:
Un hombre se levanta a las cinco de la mañana de la cama. Se afeita con parsimonia restregándose los ojos adormilados. Se viste y desayuna en silencio para no molestar al resto de la casa que duerme plácidamente. Cierra con cuidado y toma el coche para recorrer cincuenta kilómetros que separan su hogar de la fábrica donde ha entregado los mejores años de su vida. Ha vivido un sinnúmero de reivindicaciones y cree haber conseguido un conjunto de derechos que echada la vista atrás han significado sacrificios y humillaciones ante los patronos. Han cambiado las formas, los propietarios, ahora sociedades, pero el fondo es el mismo. Se han hinchado a ganar dinero. Le parece lícito, ¿por qué no? Hoy ha llegado y ha notado un ambiente frío y aséptico al cambiarse. Ha trabajado con esfuerzo rutinario durante ocho horas. Sin descanso, siempre en pie, a lomo caliente. Al salir por la barrera ha recibido un aldabonazo, un cañonazo en pleno vientre. En un folio doblado vienen descritas sus nuevas condiciones de trabajo.
Se levanta a las cuatro y cuarto de la mañana y sale sin afeitarse y mal desayunado. Ya no le importa hacer ruido y busca la parada del autobús que le acerque al centro, donde deberá hacer un transbordo. Ya no le llega para gasolina pues le han reducido el sueldo en un treinta por ciento. Sale con el uniforme de casa para no perder tiempo; ficha al entrar corriendo y le ponen un collarín como al resto de compañeros. Debe aumentar su producción sin el consuelo de la jubilación, aún muy lejana. Le han colgado una espada de Damocles con el despido como horizonte. Mira hacia el suelo cuando sale y tose el humo que durante horas se le ha instalado en los pulmones. No puede coger la baja aunque está enfermo. Descansa lo justo, cabreado con los suyos a los que instiga y aprieta sin percatarse.
Un buen día no consigue levantarse de la cama; le acosan los juzgados, el banco no le concede tregua, las amistades han huido y sólo puede ver su sombra en el alféizar de la ventana. A duras penas camina apoyado en los muebles hasta el balcón del dormitorio. Durante un momento se deja acariciar por la brisa de la mañana. Vive en un séptimo piso de un bloque formando una colmena. Toma aire y salta al vacío. No trasciende su nombre. Pronto será olvidado. La rojiza mancha de la acera quedará como testigo de su existencia. Se esfuerza el barrendero cada día frotando con fruición, pero no consigue nada. La huella queda marcada para siempre.


La crisis es esa ciénaga negra donde vamos cayendo de modo inmisericorde. Cada uno arrodillado a su manera. Sin más futuro que la claudicación. Como un espejo en que reflejar dos tiempos, al otro lado del teléfono Margot conecta la cinta con los retazos de la entrevista a que se sometió Suri en Praga. Es un tramo corrido, un islote en el océano. Y dice así:

Se ha subido al asiento trasero del coche, con la gabardina abrochada, el cuello levantado y las gafas de sol puestas. El día ha amanecido sin nubes y el sol se refleja en las copas de los árboles que flanquean nuestro paso. Tomada la autopista la veo moverse inquieta, cruzando las piernas y frunciendo el ceño, siempre con la mirada perdida en el horizonte. La dejo hacer. No quiero incomodarla con mis preguntas. Es tan elocuente su silencio, que me parece conveniente ni importunarlo. Apenas hay veinte kilómetros pero parece que se le hacen eternos. La circulación es densa alrededor de la gran ciudad, pero las primeras colinas se dibujan en un paisaje que nos acompaña al salir de la general. Pasado un promontorio, verdes campos de maíz y cereal se extienden ante nuestros ojos. En el cento, la torre de una iglesia nos indica el camino. Es un pueblo nuevo, de calles rectilíneas y fachadas pintadas; tejados a dos aguas en rojos y granates y en el centro, una pequeña plaza con bancos ocupados por mayores de huidiza mirada.
-¿Esto es Lídice?- Me pregunta.
-Lo es. Pero el actual.
Parece desilusionada. Al momento sus pasos la conducen al ayuntamiento local. Allí pregunta por unas señas y con gestos el edil nos indica una pequeña vivienda al final de la calle. Al llegar, una vieja señora que se sienta en una silla de anea frente a su puerta se levanta. No es frecuente que los extraños se lleguen hasta el pueblo. Saluda cortésmente y llama a alguien en el interior. Una voz responde desde dentro y nos hace pasar.
Es Jirina. Jirina Mikova. Su madre sirvió en casa de los Vilovitz antes de la Guerra. Una avanzada edad no es impedimento para manejarse con habilidad por una casa de dos plantas, ocre, con grandes ventanales que se abren al parque arbolado del exterior. Nos conduce dentro y se queda parada frente a Suri; las cataratas ciegan su visión y a pesar de ello, musita con timidez el nombre de Vilovitz. En efecto, la ha reconocido en cuanto se ha quitado las gafas que cubrían su rostro. Las lágrimas brotan en ambas mujeres y su emotivo abrazo consigue conmoverme. Repiten sus nombres una y otra vez, se cogen de las manos, niegan con sus cabezas y se besan las arrugas de sus ajadas mejillas.
– ¡Suri, oh Suri! -repite Jirina- ¡Estás viva!
Estoy siendo testigo de una historia que se creía enterrada, el reencuentro de dos mujeres que ni por un momento soñaron volver a verse.
- Sentaos, por favor, os traeré algo para tomar. Y desaparece en la cocina. Suri me hace una seña con la cabeza para que no me precipite, comprenderé todo a no tardar mucho.
El pequeño cuerpo de Jirina se recuesta en un butacón frente a nosotros. Suri la exhorta a que nos cuente qué pasó en 1942. Se lo pide con delicadeza. Sabe que los recuerdos abrirán viejas heridas; pero quiere saberlo de primera mano, contado por quizás la única persona que regresó a Lídice tras aquello. Vive sola. Esperando un final natural, plagada de dolores físicos y psíquicos y rodeada de vecinos ajenos a su pasado. Suri lo intuye. Se ha instruido. Y la deja hablar.
- Esa noche (9 de junio) nos acostamos con el miedo de cada anochecer. Nos apretujábamos en los jergones de paja tapados hasta los ojos y escrutábamos los sonidos de las tinieblas. No había amanecido cuando se escuchó el estruendo de los coches y motocicletas adentrándose en las polvorientas calles. De esos vehículos bajaron los oficiales y suboficiales de la policía y la Gestapo, mientras la tropa descendía de los camiones. Todos daban grandes voces. Los intérpretes acompañaron los gritos con empujones haciéndonos salir de las casas a la plaza. La gente fue percatándose de lo peligroso de la situación. Puñetazos, empujones, culatazos de las armas, patadas para sacarnos al exterior. Tiraban todo a su alrededor, buscaban cualquier indicio de habitantes en las distintas estancias de las viviendas. Fue todo tan rápido... -Jirina ha comenzado a sollozar, pero su voz se mantiene firme- Nos separaron. Las mujeres y los niños fuimos conducidos a la escuela y a los hombres los agruparon en los muros de la iglesia. Casi nadie protestaba. Yo me abrazaba a mi madre y a otros niños en mi misma situación: Josef, Vaclav, Miloslav. Todos temblábamos de miedo; algunos se orinaron encima. El hedor comenzó a hacerse insoportable. Al poco tiempo las detonaciones restallaron el aire, cesaron los gritos y los gemidos, el silencio se adueñó de nosotros. Quedamos paralizados hasta la siguiente ráfaga. En cortos intervalos se iban sucediendo las descargas. Alguien lo dijo en voz alta. ¡Los están matando!¡Los están matando a todos! Entonces empezaron los aullidos, los empujones sobre las pesadas puertas, los desconsuelos absolutos. Nada podíamos hacer, salvo rezar. En algún ángulo oscuro de la escuela se comenzó una letanía, interrumpida por los fugaces momentos de los fusilamientos. Los colocaban por delante de los que caían hasta que la tierra pareció un campo sembrado de cadáveres. Eramos unos quinientos, de los que doscientos hombres caerían esa noche. Luego vino la destrucción gratuita.
Se quemaron los edificios, se roturaron las calles, se echó abajo el tendido eléctrico, las canalizaciones, todo cuanto estaba en pie se abatió. La escuela fue lo último que ardió y se vino abajo con estrépito. A nosotras nos subieron a los camiones contemplando los bulldozer apilando a los muertos como leña cortada. Hicieron una fosa y los enterraron. De allí a Ravensbruck fue un sinfín de lentas agonías, de intenso sufrimiento, de extremos padecimientos que no hicieron sino aumentar en nuestro destino. Nos arrancaron a los hijos de los brazos. A cada día deseé la muerte que a otros les llegaba, y cada día volvía a la vida. Me quedé literalmente en los huesos que hoy me sustentan, se vació mi mirada y se secaron mis manos. Pero no moría. Tres años minaron mi voluntad, mi resistencia hasta límites insospechados y cuando al fin me liberaron, contemplé un guiñapo en el espejo, lo que otrora fuera un ser vivo se había convertido en un cadáver ambulante. El tiempo me haría recobrar la razón y alguna de las fuerzas. Ningún vecino regresó jamás salvo yo misma. Se construyó el memorial, se hicieron innumerables homenajes, se esparcieron flores por doquier. Ni siquiera nos quedaron los recuerdos. No pudimos despedirnos, ni rezarles, ni llorarles, angustiadas como estábamos por nosotras mismas. Pasaría mucho tiempo en el campo de exterminio implorando las duchas, odiando hasta el paroxismo todo lo que simbolizaba el nazismo, acurrucada en un rincón, envuelta en los harapos en que quedaron convertidas mis prendas. Muda.
Tú, Suri me has recordado lo que fui y te lo agradezco.
Suri le cuenta su experiencia en Londres, le habla de una vida de sufrimiento, pero también de esperanza entre su nueva familia; de dedicación por recuperar la memoria. Por eso estamos aquí, las manos en las rodillas, las espaldas separadas del asiento, hilvanando el hilo de voz que sale de labios de Jirina, espectadores del espectro que quedó de un pueblo arrasado en unas horas, del que no quedó sino el recuerdo, poco más.
Cuando la dejo en el hotel es la viva imagen de la desolación, del desconsuelo. Me abandono en mi cuarto en tinieblas y trato de poner orden a las palabras de Jirina. Quizás mañana pueda seguir preguntando a Suri por su existencia, hoy no tengo fuerzas. Lídice suena en mi cabeza.

Horas más tarde Alberto me explica que en represalia por el asesinato de Heydrich en Praga cuatro días antes, Hitler decidió aplicar un castigo ejemplar. Sospechoso Lídice (y junto a él otros pueblos) de amparar partisanos, se le condenó a desaparecer, literalmente. Lo que ocurrió lo ha contado Jirina Mikova y se recuerda en los libros de historia. Carlota piensa en Jirina cuando sale y en el anónimo que no venció a la pesadumbre. Vendrán tiempos mejores, pero la espera será larga.


20 comentarios:

  1. Pero que maravilla de brownies!! Tienes un blog estupendo, me encanta, así que por aquí me quedo!!!
    Bss

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  2. Me encanta tu receta y tu blog!! Ya te estoy siguiendo!!
    Bss

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  3. Oooh! Me encanta Ángeles, el brownie es uno de mis postres favoritos! Un beso

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  4. Oyyyy, cuándo chocolate! Mi perdición! Y que jugosito se ve! Que bueno, por Dios!
    Besos!
    Montes

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  5. Cuando he visto la foto ya me parecia bueno lo que iba a encontrar... Pero si es receta de Jamie Oliver segurisisisimo que la voy a probar! Yammmmyyy!!! Un beso :)

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  6. Ángeles, me encanta, qué pinta tiene. Mil gracias por la receta, mmmm. Un besico.

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  7. Menudo brownie, el postre preferido de mi hijo y mío. Siempre lo acompañamos con helado de vainilla, imaginate calorías a tope, jajaja. Besoooos

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  8. Adoro a Jamie Oliver!Así que este brownie tiene que estar de vicio!
    Y acompañado de helado de vainilla mmmm... un placer para los sentidos.
    Besos!
    Noemi de Merengue y Frambuesa

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  9. Ahorita es lloviendo, seria ideal un pedazo!
    se ve riquisimo.
    proyectopastelito.blogspot.com

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  10. Tiene una pinta fabulosa¡¡¡¡ mmmm Besos

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  11. Madre de mi almaaaa, qué pinta, por favor! Tiene que estar estupendo! Qué ganas de probarlo!

    Besos y gracias por compartirlo.

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  12. Vaya pintaza!! Yo no soy muy amiga de los dulces con frutos secos, pero no me resisto a probar esta receta con chocolate!! Y si encima es de Janie Oliver...

    Hoy el relato me deja más triste. Me parece tan injusto... Me espero al próximo vierrnes, a ver si llegan noticias más esperanzadoras...

    Bss.

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  13. ufff... qué pinta! con lo que me gusta a mí un chocolatito negro!

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  14. Uoo que bueno!! Soy chocoadicta y se me hace la boca agua al vr este brownie!! Con los frutos secos que le has puesto por encima tiene que estar de vicio!! Que blog más chulo tienes, besos!!

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  15. Con lo triste que me dejo escuchar la cinta.... Me prepare ese manjar que preparaste, seguro me hara bien. Dale xfavor una buena porcion de amor a Alberto para que lo plasme en el releto y nos alegre un poquito mas la vida! Jijiji
    Cariños

    Margot S.

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  16. Hola Ángeles hice el brownie en casa y quedó fantástico. Bueno yo no, mi marido, jajaja. Sustituyó la harina por maizena porque Pilu es celiaca y nos pusimos morados los cuatro. Y con un trozito en la mano seguí con la historia de Margot, jajaja. Muchos besooos y agradecerte un montón tu comentario.

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  17. Madre mia que pinta, a mi el chocolate me vuelve loca perdida. Besitos guapa.

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  18. Tiene muy buena pinta!!
    Gracias por pasarte por mi blog.
    Me quedo por aquí.
    Besos.
    Marian.

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  19. Anda nunca lo había visto con piñones, con lo que me gustan, tiene que estar delicioso, ¿te puedo acoger en mi casa? jaja

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  20. Ummmmm que delicia, me quedo por aquí a ver que mas cositas ricas encuentro, yo por mi parte lo elaboraré aunque en la versión (sin gluten) que en casa somos celiacos, si deseas puedes visitar mi blog ( sin gluten) un saludo y gracias por compartir tan deliciosa receta ;)
    http://susanapieri.blogspot.com.es/

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Me gustan tus comentarios, me encanta leerlos todos, gracias por molestarte en escribirlos.

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