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Lady Victoria


Desde la aparición de Lady Victoria en el blog vengo recibiendo comentarios que apuntan a la existencia de un libro del que extraigo las cartas o a la realidad misma de los personajes que las habitan. Ello supone un halago hacia mi persona, en tanto en cuanto ninguno de estos aspectos es real. Ni lo es Victoria, ni los protagonistas de mi historia; ni en mis manos obra el libro señalado.
Todo es fruto de la imaginación y aunque la historia se va haciendo verídica a mis ojos, no dejan de ser peripecias inventadas y plasmadas de mejor o peor manera en el papel. No quisiera por ello que se perdiera el interés pues cuanto acontece sí está inscrito en un período temporal concreto y los personajes históricos que aparecen pertenecen a dicho tiempo y lugar. Asimismo el discurrir de los acontecimientos bien pudieron ocurrir a personas de carne y hueso.
Quisiera convertir su historia en un homenaje a tantos miles de personas que sufrieron y murieron en el peor tramo de la era contemporánea y en especial a las mujeres y a los niños, eternos olvidados de un conflicto en el que de modo directo e indirecto estuvieron implicados. Vaya hacia todos mis consideración. Y aclarado este punto dejemos que discurra nuestra historia.


Cuando el placer del azúcar y la lectura se dan la mano, a veces es inevitable acometer empresas que has soñado desde niña, se desatan las pasiones con las que convives a diario y acaban por convertirse en realidades perdurables. Así, un buen día, entre fogones y libros se va tejiendo una historia de afectos y recuerdos en base a reuniones de amigas que debaten sobre vidas lejanas y decido compartir mis experiencias con lectores ávidos de las mismas inquietudes que nosotras, haciéndoles partícipes de una leyenda viva sólo en mi memoria y ahora aireada a los cuatro vientos. Vive con Victoria y como yo, conviértela en un mito.


Este roscón es un homenaje que pretendo rendir a Lady Victoria, un atractivo personaje descubierto de modo casual en una Librería de Viejo de la calle Cecil Court de Londres. Una edición descuidada e inédita que cayó en mis manos de una manera fortuita  y que día a día me sorprende con descubrimientos asombrosos. Si seguís leyendo este post descubriréis los primeros datos de mi dama y como yo, a través de sus cartas, os entregaréis a su aventura de un modo dulce y arrebatado.

Y como lo prometido es deuda, saboreando una taza de café en casa con mis amigas, os remito la primera carta fechada que aparece en Recetas en la distancia, ese librito del que os hablé y que esconde entre sus hojas algo más que repostería y azúcar. Desentrañad conmigo un pasado perdido en el tiempo y al fin recuperado.

Querido Andrew:
Van pasando los días y sigo sin noticias tuyas. Me di cuenta en cuanto regresamos de Cable Street de que aquel cuatro de octubre te había cambiado. También yo estaba por la causa, pero con los pies en el suelo. Tú te abandonaste a sueños y futuros alejado de mí; te rodeaste de ideólogos y predicadores que mellaron tu voluntad. Y al fin, te fuiste. Sin una nota, sin una despedida, de modo ruin y cobarde. Me has dejado sola (gracias al obrador que me mantiene viva), sin fuerzas para una lucha que debía ser compartida y por la que no sé si merece la pena seguir en pie. 
Hoy es día de Reyes y permanezco huída de tu memoria; bajo el árbol no cabe sino desesperanza. ¿Acaso es más fuerte la causa que mi amor? No lo creo, aunque intente comprenderte. He buscado tus noticias en albergues, hospitales y comisarías. He preguntado a cuantos nos conocían y a los que sólo habían oído hablar de ti. Y nadie sabe nada; como si se te hubiese tragado la tierra. Temo que hayas partido hacia España, la patria que yo dejé atrás y que te obliga por justicia y por libertad. Pero, ¿qué hay de mí?, ¿no merezco tus razones?, ¿no merezco vivir el sueño del que me privaste? Debo decírtelo aunque no me oigas; antes de alejarte dejaste tu semilla en mi vientre. No temas, aún es pronto y voy confirmando un nuevo amor; en soledad, triste y desolada, pero con un porvenir ineludible. 
Hoy es el día del Roscón y aún lo recuerdo; qué lejos mi niñez a pesar de tener veintiún años. ¡Qué vieja  y qué ignorante! Amarte por siempre es mi deseo y no cejaré hasta encontrarte. Tuya en la distancia. Victoria. Londres, a seis de enero de 1937.



En tardes de invierno, oscuras y frías, echamos unos leños a la chimenea y de cuando en cuando nos juntamos las amigas frente a una taza de chocolate caliente y unas galletas con las que olvidar los rigores de estos tiempos convulsos. El descubrimiento de Victoria ha abierto un debate sobre hechos pasados y sobre sentimientos desbocados; cada una aporta su granito de arena, intentando desenredar la madeja de una existencia que se nos hace difusa y que nos mantiene expectantes ante días venideros. Hoy he decidido leerles la segunda de las cartas y sus caras denotan un interés creciente que como ellas espero compartáis.

Querido Andrew:
Pasado el invierno, la primavera ha inundado de luz las calles y los parques del Est End: las gentes pasean buscando un resquicio de esperanza en estos tiempos sombríos. La guerra en Europa y la crisis en América han dejado un panorama desolador. La miseria y la escasez se extienden por donde mires y todos andamos temerosos, en especial los judíos, conmocionados por las noticias llegadas allende las fronteras. Los que trabajan en el ladrillo miran con recelo los comercios eludiendo el parentesco. Casi sin huevos y con la harina en precios escandalosos, me cuesta mucho mantener a flote el obrador y cada jornada me pregunto qué me deparará el destino.
Entre tanto, nació María del Carmen. ¡Si la vieras! Con su carita sonrosadita y rellena, te la comerías a besos. Ella es mi luz en estos tiempos de oscuridad y soledad. La miro y te veo a ti, rubicunda, de manitas gordezuelas y pelo ensortijado, ojos grises y mirar alegre. Tan solo en su color aceitunado adivino mi simiente. Eso la hace bella. Y en cada anochecer me pregunto qué le deparará el futuro, cómo hacerle venturoso el porvenir. No tengo respuestas. Te la llevaste con los vientos del invierno para dejarme helada.
El trabajo me va consumiendo y cada día me quedo sin fuerzas dormida frente al fuego. Gracias a la labor de la Sra. Watson, la del tercero, siempre tan solícita y amable. ¡No sé qué haría sin ella! Se ha encariñado de la pequeña y reparte sus labores en cuidarla como si fuera suya; la pobre, viuda y sin hijos desde la Gran Guerra. Nos hacemos mutua compañía.
Nació el 15 de mayo y la bautizamos en St Mary´s unos pocos vecinos. Comimos unas galletas en la tahona y les convidé como pude a cerveza en el pub. Todos me preguntan por ti, y yo a todos engaño. Te creen en España, donde intuyo te encuentras. Mi preocupación va tornando en sufrimiento. No obstante, con certeza sé que vives, lo siento en mi interior con cada pálpito y en cada amanecer arreglo mi figura frente al espejo y pienso que me miras. De nuevo he retornado a la escritura, sin una razón concluyente, sólo con la esperanza de que algún día puedas leer estas líneas.
Para ello acudo a la embajada en busca de consuelo. Los funcionarios se afanan en darme consejos de paciencia y entrega, poco resquicio para quien nada en la amargura. Sigo en el amor, varada en el pasado y cierta en el porvenir. Acabaré por encontrarte, no tengo ninguna duda. Tuya en la distancia. Victoria, a 8 de junio de 1937.



Cuando sonó el teléfono ya sabía que era Carlota, siempre tan impaciente y nerviosa. Seguro se había levantado con la inquietud de qué ocurría con Lady Victoria y me emplazaba a que respondiera sus preguntas sobre la marcha. Con firmeza le dije que se calmara y esperara a la tarde,en la que junto al resto de amigas y unas deliciosas galletas decoradas con glasa, daría satisfacción a su curiosidad, a la par que noticia al resto del grupo. De mal humor colgó el auricular.
Pero, como ya sabía, a las cinco en punto se presentó en casa con la mejor de sus sonrisas y las uñas comidas por la espera. Tomamos asiento y tras un breve sorbo a nuestras tazas les comencé a leer la tercera de las cartas de Lady Victoria, que reza así:

Querido Andrew:
Intento ponerte al corriente de lo que pasa en nuestro hogar y en el barrio, pero las noticias llegan con cuentagotas. La parroquia se ha convertido en un mentidero de chismes sobre lo que ocurre aquí y allá. Hace algunos meses, a los pocos días de nacer María del Carmen, arribó a las costas inglesas el mercante “Habana” que había salido de Santurce con un nutrido grupo de refugiados, en su inmensa mayoría niños. La información me sumió en una tristeza infinita, casi cuatro mil niños separados de sus padres, en manos de maestros y sacerdotes, en un mar inclemente que les zarandeó durante días, desnutridos y abatidos. ¡Pobrecitos! Pero al menos me ha traído a Julen. Le conocí repartiendo panes en la casa de acogida donde los dejaron y en seguida me cautivó su aire apagado y su mirada soñadora.
Le voy cogiendo cariño pues no cesa de ayudarme en lo que puede. Sólo tiene ocho años, pero es fuerte y hace tareas en la tahona que me liberan de carga. Y además, es tan bueno con la niña. Le hace cosquillas y ella ríe sin parar acostada en su cunita. Y algunas tardes, antes de volverse a su cobertizo junto a otros refugiados, la duerme entre sus delgados brazos.
Estoy pugnando con la administración para que se quede con nosotras,pero ¡es todo tan lento! 
Espero conseguirlo pues me fortalece el ánimo su presencia y me ayuda compartir mi cariño. En vano intento olvide el ruido ensordecedor de las bombas, el llanto de los heridos y los lamentos de las viudas de Guernika y en varias ocasiones le he sorprendido llorando puertas afuera, cargado de rabia y sufrimiento.
Verle así entristece mi visión de mi país de acogida, haciendo la vista gorda a lo que ocurre en España, eludiendo su responsabilidad para el resto de europeos que sufren la tiranía del fascismo; y me pregunto ¿Qué valor tiene lo que estás haciendo? ¿Alguien recompensará a los que partieron con sed de justicia? Empiezo a pensar que no. Todo esto me incomoda y me subleva, no puedo conformarme con esta suerte nefasta que día a día nos aporta mayores dosis de pobreza e indignidad. Debo hacer algo, pero qué. Perdona mi desesperación. Son estas cartas que liberan mi instinto y acrecientan mi cólera. Después viene la paz.
A Julen le gustan mucho mis galletas de vainilla y procuro decorarlas con motivos alegres. Al comerlas percibo que su niñez renace, al menos un momento antes de acostarse en su camastro, entre otros sollozos, sudores y pesares.
Mi ánimo decae, será el otoño que se acerca y me deprime. Este panorama me desalienta. Dame fuerzas, Andrew. Invócame en tus sueños y piensa que te espero para caminar unidos de la mano por calles libres y espíritus gozosos. ¡Una señal, por Dios!¡Tan sólo eso te pido! Tuya en la distancia. Victoria. Londres, a diez de agosto de 1937.



Estos primeros días del año están resultando agotadores. Al menos Carlota disfruta de las rebajas y no se ha mostrado tan insistente en sus demandas. El frío se ha instalado y la rutina condiciona nuestros quehaceres dejándome poco margen para la cocina. Deseo reencontrarme con ellas y desvelar algún misterio que quedó en el aire. Nos veremos fuera y aportaré unos cupcakes en compensación por el suspense que he ido creando. Todas me preguntan por Victoria, pero debo emplazarlas a la tarde. Me gusta ver sus caras preguntándose qué será lo siguiente que desvele; si podrán o no sonsacarme parte de un futuro que ni siquiera yo sé si llegaré a comprender. Y lo que les leeré a ellas, tú ya puedes hacerlo.

Querido Andrew:
Hoy he conocido a un ángel. De manera fortuita, pero me ha devuelto a la vida. El año ha transcurrido con abundantes pesares. Unido a la ausencia de noticias tuyas que me van consumiendo, hay que añadir las que llegan del frente español, cada vez más descorazonadoras, con la mayor parte del país en manos nacionales, ¿dónde habrás ido a parar? Calladamente, Londres parece prepararse para la guerra, se habla de un rearme armamentístico, pese a la connivencia de Chamberlain con Hitler. Pero los ciudadanos pensamos de otro modo. No nos dejarán quedarnos al margen, y aunque no deseo la contienda, entiendo que volver la vista hacia otro lado nos quitaría la autoestima.
Tu hija crece sin denuedo; procuro que ella y Julen, quien ya vive con nosotras tras múltiples vicisitudes burocráticas, estén bien alimentados pese a la carestía de alimentos esenciales. Ellos parecen ahora contentos y felices, y poco a poco Julen va recuperando la sonrisa y abandona el abatimiento para centrarse en nosotras. Me alegra sobremanera. Y a él debemos agradecerle, de manera involuntaria, la aparición de una persona que me ha reconfortado. Se llama Annie Murray y trabaja en el St. Gerorge´s Hospital como enfermera. No temas, Julen se ha quemado con la masa del pan y he ido a que le tratasen las quemaduras; al parecer Annie cogió experiencia en su tratamiento atendiendo a soldados heridos por armas de fuego. Cuando me he enterado de que estuvo en España durante parte de la guerra me ha dado un vuelco el corazón. He intentado hablar con ella. No ha sido fácil, sus recuerdos la estremecen, pero al ver mi desaliento ha accedido a que nos viésemos fuera del hospital. Y aunque todavía no puedo creerlo¡me ha dado noticias tuyas! ¿no te parece extraordinario? Son las primeras desde que te fuiste y han confirmado mis sospechas.
Estás en España, y la viste, fue en Barcelona, en San Pablo donde ingresaste con los dedos de los pies congelados, pero vivo, después de la batalla del Ebro. Sí, fue ella quien te trató. Te ha reconocido por la foto de boda que le he mostrado, pese a resultarle un ser distinto.
Annie es un alma sin fronteras; habla calladamente, con un tono bajo al que cuesta acostumbrarse, sin embargo rezuma vigor por sus poros y mantiene viva la esperanza en que todo acabe bien. Yo ya no comparto su optimismo. Pero no la contradigo.
Tras el primer contacto ha venido a verme en más ocasiones. Temo que no volverá a España, pero al menos he reducido el área de tu búsqueda. Me ha aconsejado que escriba al hospital en Barcelona por si mantienen alguna referencia tuya. Allí te mando mi misiva, llena de esperanza, con renovado ímpetu. Las tardes que paso con ella es como si te tuviese a mi lado; sus ansias libertarias, sus esperanzas en un mundo justo, su amor por el arte y por una cultura que muere entre estallidos de granadas y bombas que mutilan. Ha visto tanto; ha sentido tanto dolor, que a veces nos sorprendemos llorando amargamente tras una tranquila charla y sin saber cómo, acabamos abrazadas, como dos mundos que abrazasen su destino. Se ha acostumbrado a mis dulces e intenta aprender a trabajar la harina, los huevos, el aceite y el azúcar. Canta a María del Carmen las nanas de su infancia. Una persona joven que parece anciana por vivencias del pasado. Quisiera devolverle tanta dicha como ella me ha dado. Quiero conservar su amistad en tanto sea posible. ¿podrán nuestros caminos seguir parejos en el futuro? El tiempo dictaminará, entre tanto, disfruto con sus silencios, con su tácita sonrisa. A ella sí puedo hablarle de un amor que perdura en la distancia. Ella me entiende. Ella me quiere. Victoria. Londres, a 20 de julio de 1938.



En tardes de viento, asomo la nariz entre las cortinas para ver mecerse las hojas de los árboles en la ribera y acomodo mi chaqueta de lana sobre los hombros en tanto me dejo acariciar por el rumor de las gotas en los cristales. Me he preparado un chocolate calentito para templar el cuerpo y aunque hoy no estaba premeditado, hasta mi casa se han llegado Marina y Lorena buscando el calor de la lumbre y de la conversación. Bien sé lo que andan buscando y en sus ojos advino la súplica por conocer qué viene a continuación. Y pese a hacerme de rogar, al fin claudico y arrebujadas en el sofá bajo cojines narro lo que casi me sé de memoria de tanto como he leído.

Querido Andrew:
Hasta nuestra puerta han llegado los ecos de una noche aciaga. Las noticias llegan matizadas, pero no esconden el horror de una noche de noviembre en que los hombres se volvieron contra los hombres, la han llamado la noche de los cristales rotos, pero yo la recordaré como la noche de la ignominia. ¿Recuerdas nuestra lucha contra el fascismo en Cable Street? Parece que haya pasado un siglo. Alemania se ha vuelto loca entregada en las manos iracundas del nacionalsocialismo y cuentan con la pasividad de las potencias occidentales. Pero qué te voy a contar, allá donde te encuentras, acurrucado en una trinchera bajo el frío inclemente del invierno hispano. Tengo que pedirte que no desfallezcas, sea cual sea el resultado de la contienda, el valor de los hombres perdurará y os elevará a la categoría de héroes.
Por casa vamos convirtiéndonos en una atípica familia. Los rigores del invierno y la carestía de la vida nos han obligado a ajustar los gastos hasta extremos inimaginables. El obrador apenas da para mantenerlo y el ingente trabajo no garantiza un devenir venturoso. Annie pasa la mayor parte del tiempo entre el trabajo y los chicos; me hace compañía y mejora mi idioma, se está transformando en el báculo en que descansar mi juventud tan castigada; en ella reside la fortaleza con la que laboro y sueño, la que me hace despertar con ilusión cada mañana y en su rostro reflejo tu memoria como postal en sepia sobre marco dorado. ¡Sois tan parecidos! Ardorosos y vehementes, siempre fieles sin desfallecer, mudos y elocuentes al tiempo. Por eso creo que la quiero tanto. Mi madre joven, mi hermana adulta.
Cultivamos la huerta en los jardines vecinos a la casa y en los patios traseros, previendo el porvenir; a Julen le he atado en corto para que no camine sólo por las calles más oscuras y nos recogemos temprano en una calma que precede a la tormenta. Tengo la sensación de que algo siniestro se cierne sobre nosotros, que esos temores que te acosan pronto llegarán a nuestras casas. Por el momento aún disfrutamos del teatro en el Adelphi, del cine o de la música; pero ¿hasta cuándo? El Tratado de  septiembre que han firmado en Munich no garantiza nada y presiento que únicamente el mar nos separa de la degradación que usurpará a Europa su identidad. Espero estar equivocada, como tantos otros que lo esperan rezando en las iglesias o cruzando el océano hasta otras tierras.
Otro año que se apaga entre tinieblas, con el resplandor de tu existencia, con la certeza de que volveremos a unirnos muy pronto. Ardo en deseos de que conozcas a tu hija, mi anhelo, la luz de mi camino, es por ella que lucho a cada instante. Y por Julen, mi Julen, al que he aprendido a querer y a proteger. En el fondo es un privilegiado, apenas llegan fondos para las colonias de refugiados del Habana y sus condiciones cada día son más precarias. Así se lo he notificado al embajador, quien al fin me ha recibido, con la altanería y soberbia de un aristócrata engolado y distante. Jacobo Stuart Fitz-James me ha tenido que escuchar aunque mis suplicas cayesen en saco roto. Es un petimetre del nuevo poder auspiciado por el golpe militar y se somete en tierra amiga ajeno a los problemas cotidianos. Seguiré insistiendo, ya me conoces; y mientras tanto, procuro llevar los dulces que languidecen en el horno a esas bocas hambrientas y a esos corazones tristes; y cuando me ven, alborozados salen a recibirnos a los cuatro, a su Julen, con quien juegan y comparten su dicha, y con nosotras, madres en lejana tierra. Se me parte el alma cuando partimos de regreso a casa y oramos cuanto podemos porque regresen a sus hogares dignos y sanos. El otoño huye entre lluvias y barros; otro invierno duro, otro invierno sola. Tuya en la distancia. Victoria. Londres a 15 de noviembre de 1938.



De cómo he acabado en París es una historia de circunstancias, vinculada a los acontecimientos ocurridos en los días pasados. El caso es que tras la última entrada de Lady Victoria en el blog, tuve un comentario inusitado. Un lector asiduo me informa de que en sus manos tiene una carta fechada en 1938 de un tal Andrew Fellman. Sí, Andrew, como lo oís. Y dirigida a una residente en Londres de nombre Victoria. Al parecer, entre las páginas de un libro de registros de la provincia de Albacete que consultaba para su tesis doctoral, apareció un texto escrito a mano, sin demasiados datos relevantes pero cargado de emoción, de alguien que luchó en la Guerra Civil española y que pretendía comunicarse con las islas.
Ni que decir tiene que me dió un vuelco el corazón. ¡Sin duda era mi Andrew!. Si fue el destino o la casualidad ahora carece de importancia, sólo la tiene el hecho de que podía contestar algunas de las preguntas que Victoria venía dejando en el aire con sus misivas, si como parecía, la veracidad de su identidad quedaba atestiguada. Inmediatamente le pedí me remitiese la carta por correo electrónico a fin de leerla, a lo que accedió de buen grado. Y tras pedirle su nombre y teléfono, me dispuse a leer lo siguiente.

Querida Victoria:
Desconozco cuántas de mis cartas han llegado a tus manos, pues aunque escribo sin desmayo la situación en el frente no permite albergar muchas esperanzas. Tampoco yo tengo noticias tuyas por el momento, lo que me hace suponer que nada sabes de mí. Me duele pensar que te haya podido causar tanto daño, amor mío, pues con certeza sabes de mi devoción por ti. ¡Tú sabes que tenía que venir! Después de aquella manifestación de fuerza en el East End y del compromiso de todo un pueblo por una causa justa. Nuestra llegada fue una algarabía de júbilo y emociones dispersas. Pocos eran quienes creían que se prolongaría en el tiempo una pelea injusta y pertinaz, y los más pensábamos que todo acabaría pronto. No ha sido así, como bien sabes.
En Albacete, formados en la plaza del Altozano, frente al teatro Capitol, ya nos barruntábamos que la cosa era más seria de lo esperado. Pasamos la instrucción entre fanfarrias y sonrisas;y de repente, nos vimos inmersos en una vorágine de muerte y destrucción por doquier. Los hombres han caído como moscas en cada enfrentamiento y las calles de cada pueblo se tiñen de sangre al paso de las tropas. Son tantos los días de penuria que su paso sólo provoca temor. El quehacer rutinario, el silbido de las balas, los gritos agonizantes, se han convertido en algo cotidiano que va mermando las voluntades y minimizando las escasas fuerzas de los que quedamos.
Apenas sé nada de los que vinimos, de los que formamos la Tom Mann Centuria al mando del comandante Tom Writingham. Nuestro número ha quedado reducido a unos pocos brigadistas huérfanos en tierra extraña. ¿Qué me deparará el destino?
Pero no quiero contagiarte mi amargura, sino anunciarte que sigo vivo, que vivo por ti cada momento por duro que sea y que en lo más recóndito de las trincheras mi amor se fortalece cada día. Sin fuerzas apelo a tu recuerdo y perfilo en mi imaginación tu figura en la tahona, con las mejillas sonrosadas por el horno y las manos enharinadas perfumadas de azahar retirando los mechones de tu rostro. Ahora no puedo ayudarte y espero poder un día solicitar tu perdón. Me postraré de rodillas si vuelvo a verte y te abrazaré compungido, enjuto y avejentado para recibir dichoso una caricia más, la del reencuentro. Con todo mi amor, Andrew, a diez de octubre de 1938.

Me quedé muerta. También Carlota leyéndola a mi vera. Sin duda era él; había encontrado un hilo del que tirar para reconstruir su pasado. Pero era tan leve. Mi dicha se tornó en congoja.
Aquello no podía morir allí, debía seguir sus huellas, desentrañar su pasado. Pero, ¿hacia dónde encaminar mis pasos? Como ángel custodio, mi improvisado amigo me aportó un dato interesante. Al parecer, y tras la rendición del ejército republicano, las cartas del frente se enviaron a una estafeta de correos situada en la Rue Bleue, número 83 de París, próxima al metro Cadet. Y así, sin pensármelo dos veces, con sólo el equipaje de mano y Carlota de acompañante, aterrizamos en el hotel Havane, llenas de miedos y esperanzas. Quizás mañana sepamos algo más o tal vez nuestro viaje sea en balde. Ahora, estoy agotada, Carlota habla que te habla de las bondades de París, pero yo entrecierro los ojos y sólo puedo escuchar a Victoria que reclama mi ayuda. Allá voy mientras me duermo. Adiós Victoria. Hasta mañana.





Carlota ha pasado la noche roncando aunque diga que ha dormido mal extrañando su cama. A mi los nervios no me han dejado pegar ojo. No sé lo que busco ni cómo hacerlo. Seguramente es una insensatez estar aquí. Pero al fin y al cabo, ¿no están los sueños hechos de insensateces?. Aprovecharemos la estancia para recorrer las calles de la luz, comiendo croissants y visitando las más afamadas pastelerías del mundo, no en vano algunas son mi paradigma: los macarons de Hermé o de Ladurée, los cupcakes de Synies, o los chocolates que llenan las patisseries de la ciudad. Ya el viaje será un éxito de michelines añadidos y grasas inevitables, pero habrá merecido la pena. Tras desayunar en el hotel quiero recordar a Victoria y leo otra de sus cartas, antes de enfrentarme a un pasado de inciertas consecuencias en la oficina de correos. Seguramente nada quedará, todo habrá sido destruido tras otra guerra, una ocupación y cambios de gobierno hasta el nuevo siglo. No diré que no lo he intentado.

Querido Andrew:
Los días son extremadamente cortos este diciembre de frío y escarcha. Estamos en fechas navideñas y se acrecienta tu ausencia. Es por eso que Annie se ha empeñado en que pasemos algún día con su familia en el campo.
Ha venido a buscarnos su hermano Thomas en su flamante Austin y todos acomodados hemos  disfrutado de la salida de la ciudad circulando entre árboles cenicientos, viendo el deambular cadencioso de las institutrices, el trote altanero de los jinetes de domingos alegres y el presuroso circular de los vehículos a motor por Picadilly. Y mi mente se esfuerza en disfrutar de un día, acaso un solo día, sin evocar al dolor, con tu amable recuerdo imaginando que también tu descansas de mil batallas entre libretas ajadas y lápices gastados, que sonríes al aire que acaricia tu rostro desde campos yermos, heridos, solitarios; entre gentes afines, todos aterrados, tamizados de chinches y pulgas en los catres, rostros polvorientos y manos cuarteadas.
Llegados a la granja, próximos a Cambridge la calma se respira, atravesando barrizales y pastizales inmensos se observan los rebaños pastando en la pradera, y tanto Julen como María del Carmen se contagian de la algarabía de los animales inquietos y miran a ambos lados a los canes flanqueando nuestro paso, los labriegos con los aperos al hombro y las caballerías encorvadas del peso que cubre las alforjas. Su familia nos ha acogido con alegría y devoción, procuran desviar mi mirada huyendo de mi desdicha y se muestran comprensivos y amables con los niños. Para la cena, coles y salchichas con puré, guisantes y batatas. Todo un festín en los tiempos que corren. Comemos con avidez, el campo nos ha abierto el apetito y el paseo que hemos dado por los alrededores del brazo de Annie nos ha servido de esparcimiento. Ella me habla sin elevar la voz, como un torrente silencioso de palabras, de España, cuyo espacio aéreo está invadido por alemanes e italianos colaborando con las fuerzas nacionales y del molesto zumbido de las bombas cayendo entre edificios sin hechuras. No me oculta la cruel realidad, la del tren del dolor en que cauterizó heridas y cosió abdómenes abiertos, la del hospital de enlosadas paredes donde reside la pena. ¡Cuántas veces no ha llorado a espaldas de esos héroes que agonizan en sus manos! ¡Cuántas veces no ha deseado la quietud de su hogar! Y sin embargo, añora en la distancia la feroz resistencia, el coraje inmenso de las gentes pobres. Las dos nos consolamos en nuestro mutuo dolor.
Llegados a la casa nos espera un ponche caliente y un fuego reparador; y así, con las fuerzas repuestas entonamos una canción para María del Carmen. Quizás aún la recuerdes .

Baa, baa, black sheep,
have you any wool?
Yes, sir, yes, sir,
three bags full;
one for the master,
and one for the dame,
and one for the little boy
who lives down the lane.
(Bee, bee, oveja negra/ ¿tienes algo de lana?/ sí, señor, sí, señor / tres sacos llenos; / uno para el caballero / y otro para la dama/ y el otro para el pequeñín / que vive al final del camino.)

 Con ella se duerme la niña entre algodones y mantas, con una sonrisa en el rostro y aferrada a la mano de su hermano.
Hemos cortado el árbol, pero pondré el belén recordando mi esencia; quiero que Julen se sienta como en casa; le llenaré el buche de mazapanes y polvorones hechos con mis manos; y bajo las luces, por pequeño que éste sea, tendrá un regalo el día de reyes, como mi María del Carmen, como mi Annie. Será muy poca cosa, pues el bolsillo anda enflaquecido, pero estará henchido de amor, que al fin es lo que queda. También tú lo tendrás pues te lo guardo, bajo siete llaves esperando tu vuelta. Se percibe el fin en la prensa que llega, pues os van echando de casas y caminos, os llevan a la frontera indicando una salida. Acéptala aunque me pese. Vuelve a mi para hacer más liviano mi futuro. Deseo tanto sentirte entre mis brazos que la rabia me consume y te odio; te odio por tu valor, por tu lejanía, por tus principios; y por lo mismo te amo. Tuya en la distancia. Victoria, Cambridge a 30 de diciembre de 1938.



Todavía me tiemblan las piernas pensando en el hatillo de cartas que duerme en mi bolso. No sé el por qué, pero lo aferro como si tuviese un valor incalculable, un tesoro de papel, inédito hasta hace nada. Carlota me insta a que abra otra, ni siquiera presta atención a las fechas. También yo deseo saber más, pero debo mantener la calma y obedecer a un orden cronológico que facilite su comprensión. Se trata de acontecimientos apenas conocidos y cuya aparición me provoca escalofríos. Esa gente palpita en el pasado; eran carne y hueso recorriendo campos y veredas, famélicos personajes desprovistos de todo; quizás ya todos muertos. Tiene valor cada pliego que conserve pues haré pervivir una historia de antaño. ¿Tanto temor me provoca descubrirlo? Tan lejano en el tiempo y tan cerca en el corazón. He aprendido a querer a Andrew y me da miedo pensar en su final, quizás oculto entre sus letras. Mi vacilación no afecta a mi acompañante, quien con su infinita verborrea me hostiga para que satisfaga sus deseos. Me saca de mi ensimismamiento hasta que suelto: ¡Pesada, vamos con otra y luego te callas.!

Querida Victoria:
Los días se suceden monótonos, sacudidos apenas por el frío y las incomodidades que nos proporcionan estos campos improvisados, más de muerte que de refugio, pues a los caídos en el exilio, en las carreteras abarrotadas y los caminos embarrados, hay que sumar los que a diario fenecen por falta de atención primaria y condiciones higiénicas deplorables. Procuro mantener la calma en esta jaula de locos en que se han ido convirtiendo los barracones. Por las últimas noticias, casi doscientos mil en Argéles; esa fosa en el océano plagada de inmundicia y de tristeza; ciento cincuenta mil en Saint Cyprien y otros tantos repartidos entre Arles, Prats y muchos más. La magnitud de la derrota se percibe con más crudeza en los números.
En los primeros días he decidido organizarme y me he unido a un grupo para formar comisiones de cultura y deportes. Quiero mantenerme ocupado y servir al colectivo tan carente de afectos. He conocido a personajes como Nemesio; se muere por volver a España al reencuentro con su familia pese a que le espere la cárcel y quizás la pena de muerte. Y a Vicente, que sigue con sus sueños de libertad y planifica su huida para unirse al maquis. Con él he departido de Antonio Machado, al que encontré cansado pasada la frontera durmiendo en un vagón oxidado y abandonado. Allí le dejé.
Vicente me ha referido que en los días siguientes, cruzada la frontera junto a su madre Ana y su hermano José, encontró su final, triste, agotado de vivir, defraudado en mil batallas, sin salud ni voluntad, enfermo de neumonía, asma y gastroenteritis. Se ha dejado ir diría Vicente y tres días más tarde Ana, su madre. Ambos descansarán en Francia, lejos de su Castilla tan amada. Sus palabras me han provocado una terrible pesadumbre. ¿Hacia dónde camina una tierra que expulsa la cultura y se desprende de sus mentes más preclaras?
Atareado en el quehacer cotidiano voy tejiendo con Vicente un futuro fuera del campo; acostados en los camastros tramamos una escapatoria para días venideros, antes quiero ayudar a los refugiados, tan agostados todos, cuasi moribundos. La vena solidaria renace en cada rincón del campo, los más jóvenes ayudan a los ancianos, los íntegros a los tullidos, los sanos a los enfermos. Pese a todo se respira satisfacción pasajera; cualquier atisbo de alegría provoca un estallido de júbilo que contagia a los vecinos: unas danzas regionales, unos coros a capela o un poco de deporte. No nos reclinamos, respiramos hondo en la brisa nocturna y al alba despertamos, cabeza alta y paso al frente.
Lloro cada noche en el silencio roto por las toses y los estómagos vacíos, recordando el fuego del hogar en la cocina, junto a tu lado envuelto en tu toquilla, arrimando ascuas al puchero y acariciando el dorso de tu mano. ¡Cuánto dolor he provocado en mi partida y que poca recompensa!
Entenderé que te ausentes en mi regreso, que cierres tu puerta a cal y canto; deberá mi amor derribar esa frontera marcada a fuego por la guerra. Pero al fin te alcanzaré, no tengo dudas. Te quiere en la distancia. Andrew, a 28 de febrero de 1939.




Estoy nerviosa y casi no he podido desayunar. No importa, Carlota lo ha hecho por las dos, no se resiste a la repostería francesa. Hemos llegado temprano a la oficina de correos y el director de la oficina nos ha atendido amablemente. Nuestra demanda le ha provocado una enorme sorpresa, pues aunque tenía algún conocimiento de los acontecimientos narrados, nada podía hacerle sospechar que un día alguien le iría con semejante petición. No obstante nos informa de que tras la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana , hubo un intento de recopilación de documentos vinculados a combatientes de la primera mitad de siglo. Eso hizo que las sacas que, efectivamente, residían en los sótanos de estafetas antiguas pasasen al Archivo Nacional, más popularmente conocido como CARAN (Centre d´Accueil et de Recherche des Archives Nationales), situado en la rue des Quatre Fils. ¡Claro, cómo no se me había ocurrido! Le agradecimos enormemente su explicación y llenas de impaciencia nos encaminamos a la rue de Quatre Fils.


Fuimos recibidas con cortesía y pese a lo inusual de nuestra propuesta, rápidamente nos condujeron a nuestro destino, una pila de cajas conocida como serie F. Por la carta recibida de nuestro benefactor volcamos nuestras pesquisas en el batallón del que formaba parte Andrew, la XV Brigada y sus últimos días en España, hecho que datamos en los primeros días del año 1939. Aún así había multitud de legajos y un desorden considerable. Así que, con un café y mucha paciencia nos pusimos a la tarea. Comimos en un pequeño bistrot frente a los archivos y vimos caer la fina lluvia tras los cristales en tanto cavilábamos sobre nuestros futuros pasos si como presumíamos, nuestras pesquisas resultaban infructuosas. No fue hasta el segundo día, en el que atraídas por un manojo de cartas enmohecidas bajo folios de expedientes clasificados, cuando descubrimos un encabezamiento que ya conocíamos: Querida Victoria. Nos dio un vuelco el corazón y pese a lo silencioso del lugar no pudimos reprimir un estentóreo grito que acabó en risas incontenibles. Lo habíamos encontrado, contra todo pronóstico, en nuestras manos teníamos el pasado de Andrew y quién sabe, si el de la misma Victoria.
No pude resistirme a leer la primera de las cartas. 

Querida Victoria:
No encuentro ocasión para escribirte. La situación se ha tornado dramática. Ocupado el frente de Aragón y arrasada Cataluña, nos hemos visto empujados de día y de noche hacia la frontera; despojados de las armas, con ropa civil apresada en redadas, en columnas de despojos humanos arrastrando los pies por carreteras infestadas de dolor. Ya no quedan lágrimas en esta España tuya que dejo atrás; se han vertido a mares, y caminan las gentes llenando las cunetas de tristeza y rabia contenida, humillados en pos de un rincón donde descansar el alma y el cuerpo lacerado.
Llegado el grueso de la retirada, semeja una turba de hormigas lisiada y avergonzada. Cada familia mendiga un pedazo de pan con que saciar su hambre, los mayores cediendo su ración a los pequeños, con la ropa hecha jirones y los pies desguarnecidos. Las autoridades francesas han vuelto la mirada y dejan que escoltados por tropas senegalesas lleguemos a los campos de refugiados. Estamos ateridos de frío en este febrero helado, famélicos sin nada que comer; muchos han enfermado de disentería y la sarna recorre los barracones. Argeles sur Mer es una gran letrina. Apiñados y sin salubridad, carecemos de lo más básico en higiene y manutención. Y caen como moscas. Ni siquiera disponemos de agua potable y se cocina con agua salada lo poco que hay para condimentar. Todo llega con cuentagotas y nos tiramos como perros para saciar el apetito. Este camino de la memoria me ha llevado hasta Le Vernet. Aquí han ubicado a los obreros y a los refugiados considerados peligrosos, entre los que cuentan a los brigadistas. En el Perthus, paso fronterizo, han dividido a la columna: los hombres por un lado, los ancianos, niños y mujeres por el otro. A partir de allí se han ido ocupando los campos. En Le Vernet no han mejorado las condiciones, pero al menos, tras las alambradas de espino se empiezan a construir barracones con madera, más resistentes al viento que azota la llanura que las lonas de Barcarès o Saint Cyprien. A pesar de todo hemos debido de excavar las letrinas y las cocinas bajo la arena organizándonos para los básicos trabajos de intendencia. Cuantas veces me he detenido mirando el cielo y he visto volar las aves libres que surcan el aire de la Francia de Daladier, un cretino que abandona a la muerte a hombres que lucharon por un país libre ahora oprimido y a los que olvida sin consuelo expuestos a los rigores del tiempo y del hastío.
Agradezco al cielo cada día que no estés aquí, pues veo a madres arrodilladas velando a los caídos, los pechos resecos de las primerizas con lactantes en los enjutos brazos, mutilados con miembros solitarios embozados en piojosas ropas; y esa turbamulta de niños sin rumbo, huidos de sus felices hogares a tierra ignota, muchos huérfanos incrédulos con la mirada opaca recogiendo migajas a lo largo de un camino intolerable. Estoy exhausto de dejarme la piel por cada infante pidiendo socorro; pues aunque han perdido la voz, sus ojos suplicantes me conmueven. Necesito dormir y es tan difícil. Sobre la misma arena, sobre la misma ropa de hace un lustro, con la conciencia limpia y el lacerante horror de la derrota, tan sólo tu recuerdo detiene mis pasos vacilantes y me permite caminar sobre las ascuas de un incendio que ha perdido España para siempre. Tuyo por siempre.
Andrew, a 20 de febrero de 1939.





Siempre que recuerdo París, vienen a mi memoria sus calles mojadas, la fina lluvia golpeando los toldos de los bistrots y la gente guareciéndose en los soportales, bajo la atenta mirada de las piedras que jalonan las riberas del Sena. Pero aquella mañana contradijo mi memoria y salió radiante, con un sol frío que inundó las calzadas de luz haciendo reverdecer los mejores jardines de la ciudad. La gente salió a las avenidas con una sonrisa en el rostro y el disfrute en la mirada. Rápidamente nos contagiamos del ajetreo de la gran urbe que bulle de vida en cada rincón. Un café caliente y nos pusimos en faena con celeridad.
El regreso no podía demorarse demasiado pues urgían los quehaceres cotidianos; tanto Carlota
como yo debíamos regresar con urgencia. No obstante, algo me retenía; y no precisamente en París.
Decidí que, puesto que la distancia con Londres era relativamente corta,y una vez llegadas a ese punto, ¿por qué no hacer una escapada hasta la capital inglesa? Nos miramos a los ojos. Unas llamadas de móvil y a la Gare du Nord, allí cogeríamos un Eurostar para Saint Pancras y en apenas dos horas y media estaríamos en Londres.
Qué me llevó a dar ese paso parece algo obvio; aunque ya conocía el centro de Londres, ardía en deseos de pisar las mismas calles que recorrieran en su día Victoria, Julen y María del Carmen; quién sabe si todavía quedaría algo en pie de aquellos lugares que habitaron, en los que durmieron, comieron y sufrieron. No tenía ni idea de adónde iba, pero no me importaba lo más mínimo, extasiada como estaba con la peregrina idea de acercarme un poco más a una vida que me estaba contagiando con su ternura, humanidad y pasión. ¿Cómo resistirme? La mejor manera de infundirme ánimos fue abrir el libro del que no me separaba; e iniciar el viaje con la lectura de una nueva carta de Victoria. Carlota se pegó a mi vera, puso su palma sobre mi antebrazo, me besó con delicadeza en la mejilla y se encomendó a mis palabras, surgidas de un mar en llamas.

Querido Andrew:
Entre las nubes grises que opacan el cielo del East End, trasluce de cuando en cuando un rayo de luz que nos acerca a la primavera. Así se siente mi corazón esperando tus razones; Annie se ha convertido en esa fuente de luz y por eso la someto sin piedad hurgando en sus más escabrosos recuerdos para que mitigue mi desesperanza. De cómo hemos llegado a tal grado de complicidad tienes buena culpa tú, el eslabón por el que recomponemos los pedazos de vida triturados por los oscuros tiempos que vivimos. Annie ha estado tentada de volver a España en varias ocasiones y en todas la he reconvenido. Puro egoísmo. La quiero a mi lado aunque le pese pues es un báculo impertérrito que me mantiene firme, amén de alguien cercano en quien confío a ciegas y en quien vuelcan su cariño mis retoños. Quiero pensar que son ellos quienes frenan su partida. Sus dudas se acrecientan con los movimientos de tropas en Europa, pero hoy por hoy siente que su lugar está entre sus paisanos, quienes quizás un día necesiten de su fuerza.
Las islas parecen tranquilas, pero sé a ciencia cierta que no será por mucho tiempo; se rumorea que se ha intensificado la fabricación de máscaras para la población ante la posibilidad de un ataque con bombas de gas desde el aire. Todo parece tan irreal y tan lejano; sin embargo, qué rápido está sucediendo todo.
Sé que si estás vivo, que lo estarás, sabrás mantenerte así; eres metódico aunque impulsivo y tienes la sensatez por bandera, de modo que no tomes decisiones descabelladas. Si pudieras escucharme te pediría: que no vuelvas atrás, deja ese país sumido en la miseria para que lo levanten otros y vuelve hacia mis brazos. A aquellos que regresen les espera una muerte injusta, un juicio sin derechos o una muerte indigna. Tampoco te embarques a las Américas bajo promesas de una vida regalada; aguanta estos primeros meses a que se calmen las aguas y los gobiernos alcancen acuerdos que os beneficien y os repatrien. Te necesitamos a ti, a nuestro lado; no importa cómo llegues, pues nosotros sabremos recomponer tus pedazos. Julen me pregunta por tu paradero y en el fulgor de sus infantiles ojos percibo que eres su héroe, un mito más que humano para el muchacho que perdió su pasado cuando soltaron amarras. No sé qué pensará cuando te vea, cuando se dé cuenta de que eres de carne y hueso. No temas, a menudo le hablo de ti y con un mohín soñador creces a su parecer.
Esta es una casa sin dueño desde que faltas y va siendo hora de darle sentido a esta familia. Comprendo de la dificultad de mi empeño y que exijo un esfuerzo que quizás ya no puedas darme, pero tu sentido común te hará conducirte con cuidado y tomar la decisión correcta para nuestro próximo encuentro. Amarte es mi destino y la huella en mi camino, cada paso que doy acorto la distancia, ya casi te veo. Ya casi te alcanzo. Tuya en la distancia , Victoria, Londres a 12 de marzo de 1939.

Observé a Carlota con el rabillo del ojo, quizás reconocí en ella a Annie, y no pude por menos que sonreirle; ambas, amigas inseparables, tan distintas entre sí, pero fieles y seguras. Su semejanza me hizo quererla un poco más.
Entramos en Londres envueltas en la niebla. La humedad cala nuestros huesos y rápidamente buscamos un hotel en el Soho. Apenas algunos viandantes caminan presurosos hacia alguna parte envueltos en gruesos abrigos, la cabeza baja, los pasos ligeros, hasta que se pierden tras la bruma.
Automóviles y taxis frente a los teatros, hervideros de vida al ponerse el sol. La noche cae rauda y la necesidad de algo caliente y un mullido colchón nos reclama con urgencia. Próximas a Covent Garden sentimos el palpitar voraz de la metrópoli.





Sólo teníamos un cabo del que tirar en nuestra visita al East End; así que con paso decidido nos plantamos en la fachada de la iglesia de St. Mary´s. Si no teníamos suerte nuestras esperanzas se verían truncadas de inmediato. Carlota era optimista, teniendo en cuenta lo riguroso de la burocracia eclesiástica en cuanto a los registros de sus feligreses; y aunque nos constaba que pocas veces acudirían a los oficios, en sus primeras cartas, Victoria mencionó el bautizo de María del Carmen. Esta pequeña iglesia de planta gótica, de amplias vidrieras y fachada de piedra; a pesar de su modestia trasciende un universo de gente obrera y abnegada, sin duda como lo fueron en otro tiempo, aquel al que deseamos acceder. El párroco se mostró solicito y a pesar de su sorpresa no puso objeción a facilitarnos, si estaba en su mano, la dirección que figuraba en el acta de bautismo de María del Carmen. Allí estaba. Un nombre poco común. Apunté, 93 Wapping Lane. El nombre de la calle me provocó un escalofrío. En verdad quería encontrar el rastro de Victoria, pero ¿no estaría involucrándome demasiado en una vida que hasta hace unos pocos días me era completamente ajena? Carlota me sacó de mi estupor. Copió la dirección en un post-it que amablemente nos prestó el diácono y tirando de mi mano me hizo salir a la calle.
El East End es un barrio obrero caracterizado por una sucesión de manzanas de un equilibrio sorprendente , con algunos jardines adornando los arcenes, circulación densa y casas bajas. La gente vive puertas adentro y sólo acude a sus quehaceres, las más de las veces en transporte público. Pocas tiendas en los soportales y abundantes grafitis reivindicativos de una vida mejor. 
Dos mujeres, paradas en medio de la calle, con un plano turístico entre manos y la mirada fija en un chaflán. Allí estaba el cartel con el nombre y el número, sobre una fachada de ladrillo ajado por el tiempo, a dos alturas. En el bajo una pequeña tienda de pan, en la planta superior unas ventanas de marcos blancos con saetinos, sin cortinas ni contraventanas. El primer impulso fue salir huyendo, pero una vez repuestas, con paso firme atravesamos el zaguán de la tienda y en tanto despachaba el tendero a una clienta, dejé vagar la mirada por cada rincón: aquí un ajedrezado embaldosado, allá un arco de obra separando la tahona; pintura desconchada y humedad en las paredes, y el olor. Ese olor tan característico a horno de pan inundando nuestras fosas nasales. Hubo de repetirme la pregunta un par de veces para sacarme de mi ensoñación y aún así mi vacilación le hizo contraer una mueca de disgusto. Carlota acudió presta en mi auxilio y con su verborrea característica le explicó nuestras demandas como quien pide una docena de huevos. Al principio dijo no saber de qué le estábamos hablando, pero tras recapacitar unos segundos arguyó que los anteriores propietarios le habían hablado de una española que regentara la panadería hacía un buen puñado de años, y que, aunque no la había llegado a conocer, sí sabía que habitó el piso superior con sus dos hijos durante bastante tiempo. Lo que fue de ella no podía saberlo, pero el propietario del piso lo dejó en propiedad a uno de sus hijos, quien de cuando en cuando daba una vuelta para supervisar el estado del mismo. Nos pasó un número de teléfono y un nombre y desapareció en la trastienda aduciendo que se le quemaba la hornada. Nada nos quedaba por hacer allí, así que con una fría despedida salimos a la calle solitaria. La sensación agridulce no sabía si era debida a la evidencia de que Victoria ya no estaba allí, o a la certidumbre de que una vez estuvo. Decidimos retirarnos al hotel a descansar, comer algo y hacer la llamada preceptiva. Previa a la siesta Carlota me pidió la lectura de una nueva carta de Andrew, a lo que accedí gustosa, consciente de que sus líneas nos devolverían al mundo sórdido de una Francia en preguerra.

Querida Victoria:
Las livianas paredes que nos protegen del frío nocturno no pueden repeler las sensaciones que anidan entre ellas. Intentamos organizarnos en grupos de trabajo: gente cualificada desempeñando alguna tarea que ayude al resto, tales como talleres manuales de carpintería o albañilería, clases de idiomas o de escritura, incluso algo de cocina. Ello me mantiene ocupado parte del día de modo que tenemos los barracones como aulas, almacenes o dormitorios. La situación internacional ha ahogado nuestros gritos y Francia por lo que sabemos ha reconocido el gobierno nacional en España y se prepara para rechazar el empuje nazi, ya presente en Checoslovaquia. Ello diluye nuestras esperanzas de un futuro esperanzador y a los más los sume en turbulentos dilemas de actuación.
Muchos son los que aspiran reunirse con sus familias de vuelta a su patria; como ellos, yo suspiro cada noche con estar a tu lado y mi debate es entre el deber y el amor. Ahora nos tienen retenidos hasta que encuentren una difícil solución y entre tanto, veo una sombra de desánimo extendiéndose por este pueblo improvisado de fantasmas inexistentes. En estos campos se ha detenido el tiempo, nada somos y quedamos expuestos al azar de la adversidad. Apatridas improductivos, parias de una sociedad a la que no pertenecemos. Se han creado calles como la Avenida de la Libertad y el barrio chino, en el que se trapichea con un pedazo de pan. Nada nuevo bajo el mundo; todo previsible y nefasto. Cada jornada estoy más determinado en acompañar a Jaime en su partida, pero aguardamos el momento propicio en que se requieran las guarniciones que nos vigilan para desaparecer tras las alambradas. Los castigos son severos para quienes lo han intentado y se pasan días atados a postes bajo las inclemencias del tiempo, sin apenas agua y comida. Se rumorea que los alemanes están construyendo campos para albergar a los prisioneros judíos que han hecho en sus conquistas de Bohemia y Moravia e incluso que se establecen guetos dentro de las capitales. Me horroriza pensar que se extienda al resto del continente. Parece ser que en Londres todo sigue tranquilo dentro de la incertidumbre, y eso aplaca mi ánimo.
Aquí haría una gran labor Annie. La conocí en mi convalecencia en Barcelona y era un ángel con bata blanca. Seguro haríais buenas migas. A veces me pregunto qué habrá sido de ella, si todavía sigue viva y dónde estará su paradero. Quién sabe si en un futuro pueda presentártela. Me dejó una huella profunda con su sacrificio y abnegación y en cierto modo me hizo recordar lo que dejé atrás. Esta situación me ha empujado a quererte más si cabe. Aislado del mundo, sin contacto con gente de calle, viviendo como un apestado en un circo maloliente, rodeado de otros enfermos de ira y frustración, he aprendido a dosificarte, te rememoro en cuentagotas para no volverme loco y dar un paso en falso que me derrote. Pero no dudes que lucharé con todas mis fuerzas para hallarme a tu lado lo antes posible; mientras tanto, dejo que fluyan las letras; quizás leyéndolas mi recuerdo te sea más grato y perdones mi inconsciencia. Te amo con desesperación. Andrew, en un campo del sur de Francia, a 20 de marzo de 1939.


Toda la mañana intentando contactar y ha sido imposible. El teléfono suena hasta que se corta la señal. Así que hemos dedicado el tiempo a Selfrieds y Oxford Street para acabar en Hyde Park.
Hace frío y tengo el cuerpo destemplado; desconozco si son los acontecimientos que se precipitan los que me han alterado tanto. Carlota parece disfrutar con la emoción y camina y camina con paso presuroso hasta que en un Starbucks reposamos nuestros huesos; abrimos el libro de Victoria y leemos ávidas de noticias.

Querido Andrew:
Ha ocurrido un hecho extraordinario. Cuando una piensa que está seca por dentro, que nada puede moverla a la lágrima, hay algo que te sacude como un terremoto emocional. Hace justo una semana en que Annie me tomó de la mano y me llevó hasta la estación de Liverpool. No pude sacarle ni media palabra de lo que pretendía llevándome allí; así que la seguí dócilmente. Había un gran alboroto de personas en el hall y la gente gritaba sobre las voces de los demás para hacerse oír.
El pitido estridente del tren, el puesto de prensa, los padres regañando a los niños. Entre la muchedumbre apareció un hombre de unos treinta años, con un gracioso bigote y pelo engominado que besó a Annie en ambas mejillas y me tendió la mano respetuosamente. Era el agente de bolsa Nicholas Winton, un filántropo adinerado que había fundado el Comité Británico para los Refugiados de Checoslovaquia. Sección para niños. Tenía una sonrisa triste y en su agitación no paraba de impartir órdenes entre los voluntarios que le acompañaban. Una turbamulta de niños había descendido del único tren que en ese momento ocupaba el andén y cuya procedencia podía leerse en el lateral del vagón: Praga. Capital que sólo dos días después sería ocupada por el ejército alemán.
De la mano de Nicholas venía una niña de alrededor de once años, a la que presentó como Suri Vislovitz. Tenía los ojos enrojecidos y temblaba de miedo cuando Annie se acuclilló, le tomó la cara entre sus manos y le depositó un beso en cada párpado con tanta ternura como fue capaz. Yo seguía enmudecida por la atmósfera de la estación y no daba crédito al trasiego de niños y adultos que se abrazaban, se besaban y se acercaban a un improvisado despacho en que entregaban los formularios de acogida. Annie se acercó con Suri hasta allí y entregó 50 libras (destinadas al gobierno), de modo que un tampón certificase que Suri quedaba bajo su amparo. A esas alturas no pude contener las lágrimas; de súbito comprendí que aquello de lo que me hablara en días pasados conocido como kindertransport la había conmovido y no pudo permanecer indiferente. Sin mediar palabra me sonrió dulcemente y no tuvo que decir nada. Al punto me solidaricé con ella y me apiadé de Suri y de cada uno de aquellos pobres infelices, entregados por sus padres para salvar sus vidas en tanto ellos se exponían a la detención, los campos y el exterminio. Me desmoroné imaginando la escena plena de sufrimiento de cientos de padres aferrados con las uñas a esos hijos que debían dejar marchar, con unas pocas viandas, y un hatillo con cuatro pertenencias. La luz de sus ojos apagándose en un tren que se escapa entre la noche. Ese tren cargado de niños judíos llegó a Londres tras recorrer Checoslovaquia, Alemania y Holanda, cruzar en ferry el canal de la Mancha y de nuevo en ferrocarril acceder a la capital. ¿Cuántas penurias no pasarían esas criaturas expuestas a las miradas insidiosas de los arios, a la indiferencia de los holandeses y a las exigencias de los ingleses? Suri era todo paz y dulzura, envuelta en un abrigo raído y unos zapatos gastados, irradiaba un aura de luz a pesar de su infinita tristeza. Su mirada huidiza buscaba con desesperación a otras compañeras de infortunio: Eva, Lorraine, Hedy, Inge. Todas ellas se fueron perdiendo en el tumulto; tiempo habría de averiguar sus paraderos y así intenté explicárselo por señas. No sé si me entendió, pues bajó la mirada, abrazó su ajada maleta de piel marrón y se acurrucó entre la falda de Annie sollozando desconsoladamente.
Nicholas se despidió cortésmente. Alejándose pude ver al salvador de esos niños indefensos. ¿Por qué lo hizo? Seguro que cada uno de los presentes se hacía la misma pregunta Unos pocos héroes anónimos caminando entre nosotros. Agradecí sus desvelos, su tenacidad, su espíritu indomable. Sentí una envidia sana por no estar a la altura. Yo había luchado por Julen. Ahora Annie caminaba con Suri. Dos almas desplazadas, lejos de sus hogares, sin vínculos de sangre en la proximidad. Tan parecidos. Tan tristes. Tan sólos. Determiné ser la parte importante para Suri que me dejase Annie, su apoyo en el dolor y la desesperación, más hermana que madre. No me salía la sonrisa, así que acaricie su pelo lacio sujeto a dos coletas, deposité un lacónico beso en su coronilla y le tomé la maleta en tanto nos encaminábamos hacia la estación de metro para regresar a casa. A su nuevo hogar. A su nueva vida.
Como puedes ver, crece esta familia que dejaste en mi persona y expectantes aguardamos la vuelta del faro que nos guíe en esta noche que se cierne sobre Europa como bestia engullendo a sus hijos.
Te quiere en la distancia. Victoria. Londres a 21 de marzo de 1939.

Sorpresa superlativa. Otro personaje aparece en escena cuando creíamos tener el cuadro completo.
Rastrear su procedencia parece una labor apasionante. Sin embargo, no todo me resulta ajeno.
Recuerdo haber visionado un documental de título “into the arms of strangers”, donde se narran las vicisitudes de 669 niños arrancados a la muerte en Praga gracias a la labor de Sir Nicholas Winton. ¡Así que Victoria llegó a conocerlo en persona!. Esta mujer no deja de sorprenderme. Le pido a Carlota que tomemos el metro hasta Liverpool Station para contemplar el memorial que recuerda el kindertransport. No pone objeciones, y aunque cansadas nos presentamos con respeto ante la estatua conmemorativa. No puedo evitar sentir una abrumadora tristeza contemplando a esos niños que viajaron con lo puesto hacia un destino incierto, sin lengua conocida, con otra religión y otras costumbres en sus flacas alforjas, desarraigados de su casa y sus familias, huidos, deportados, abandonados a una suerte dudosa; en manos de gentes, las más de las veces de buen corazón, las menos buscando mano de obra en granjas y campos de cultivo. Salvaron la vida, bien es cierto. Pero ¡cuánto pagaron por ello!. En la figura femenina de la escena reconozco a Suri, en el abatimiento, en la mirada perdida, en el abandono de todo cuanto fue.
Nos retiramos al hotel con un vacío en la boca del estómago. Alegres por cuanto significa la buenaventura de Suri y su feliz futuro junto a Annie y Victoria; aunque terriblemente apenadas por todos esos infantiles rostros con la vida truncada de raíz. Hoy dormiré mal, o quizás sueñe con Suri, Eva, Lorraine, Hedy, Inge, y tantos otros.



Carlota está en su salsa, desbordando dinamismo y dedicación en la causa que le ocupa; yo andaba más amilanada. Fue ella quien percatándose de mi vacilación, levantó una mano, paró un taxi a la carrera y a empujones me introdujo en el asiento trasero. ¿A dónde vamos? - le pregunté. Al Comité Británico para los Refugiados Checos - contestó sin dudarlo. Consultó su ubicación en google, dio la dirección al taxista y siguiendo la ruta en la pantalla aparecimos frente a la entrada. Una pequeña placa en la fachada, un pequeño loft repleto de estanterías, una pantalla de ordenador, y tras ella, un funcionario venido a menos que mataba el tiempo como podía. Le sacamos de su ensoñación; y al oír la palabra kindertransport, un ligero brillo apareció en su mirada. Nos prestó una mayor atención y se puso a rebuscar por los cajones hasta dar con una llave que a su vez abría las puertas de un robusto armario en cuyo interior bandejas de expedientes se exhibían en perfecto orden. Por la fecha de llegada de Suri sabíamos que se incluyó en el primer convoy de ferrocarril lo que contribuyó a ceñir la búsqueda. Pero por más vueltas que le dábamos al índice de contenidos no dábamos con Suri Vislovitz. Nos sentíamos desoladas. Tanto esfuerzo para que se esfumase de un plumazo. De nuevo Carlota razonó con celeridad. Se fue a la letra M y con el índice apuntando me hizo leer: Suri Murray. ¡ Ahí estaba! ¿Cómo no se me había ocurrido? Sin duda era ella. 
Con manos temblorosas examiné una exigua carpeta de cartón muy pocas veces abierta. Contenía algunas referencias a revisiones médicas, una gastada fotografía de medio cuerpo a su llegada, una huella dactilar sobre un carnet de voluntaria y su afiliación religiosa.
No obstante, en seguida llamó nuestra atención una carta manuscrita sin datar donde daba cuenta de su experiencia vital con Annie y Victoria y de su relación con ellas y sus hijos. Sin duda unas líneas a modo de diario entregadas a lord Winton para transmitirlas a Praga y que por azares de la guerra jamás pudieron llegar a su destino. Nos preguntábamos por qué nadie retiró esa carta, si pudo sobrevivir a la guerra inminente y si con 85 años seguía viva en algún rincón de este mundo. Por el momento hubimos de conformarnos con averiguar la relación que tuvo con nuestras protagonistas y el modo en que influyó en sus vidas. ¿Sería capaz de moldear el espíritu indomable de Annie o por el contrario avivaría la llama de la esperanza en Victoria? Decidimos adentrarnos en sus líneas para saciar nuestras dudas.

Viendo a todos los niños asomados a las ventanillas del tren a punto de partir, sentí una pena infinita por todos nosotros. Manteníamos viva la esperanza de regresar un día, confiando en un exilio que garantizase nuestra supervivencia. Muy pocos verían de nuevo a sus padres. Y sólo algunos regresarían a su patria para quedarse.
Entre cientos, yo fui una afortunada. Desde mi llegada a Londres sentí la ternura de Annie por nuestra desventura y vi cómo colmaba de cariño cada acto hacia mi persona. Durante los primeros días me vi inmersa en una espiral de sensaciones, que aunque con pátina de tristeza, me transmitían una energía renovada. Añoraba a mis padres a cada instante, y lloraba incesantemente en cada instante en que me encontraba sola, ya fuese en mi habitación o en los alrededores de la casa. Annie procuraba no quitarme ojo y me daba muestras de un cariño sincero aunque en ocasiones me mostrase arisca. Jamás detecté una mala cara y poco a poco fue minando mi resistencia hasta entregarme a un afecto inmenso hacia quien tanto bien me estaba haciendo. Los comienzos fueron realmente duros. De la niña recordando a su familia, despedida apenas con una escueta maleta, un abrigo y un pequeño muñeco, apenas quedaba un vago recuerdo. Entre Victoria (a la que llamé hermana en postreros momentos) y Annie (madre devota) me atiborraron a comida, me compraron unas botas y un cardigan junto a otros enseres para suplir el escueto equipaje, consistente en una muda, un cepillo y gomas para el pelo, un lapicero y unas hojas para notas . Me acompañaron de visita a los campamentos para refugiados donde pude departir con Eva, Lorraine y el resto de amigas desventuradas de aquel infausto viaje. Con ellas me dejaban llorar y reír sin denuedo y volvían la mirada para no incrementar mi angustia. Gané peso y confianza en mis primeras palabras en inglés y comencé a colaborar en sus tareas para no suponer una carga.
Vivimos a caballo entre la casa de Annie en Londres, que apenas frecuentaba y la de Victoria, casi nuestro auténtico hogar; con esporádicas escapadas a Cambridge, donde los padres de Annie nos llenaban de atenciones. Sentí un profundo afecto por Julen, siempre solícito a mis deseos y comprensivo con un estatus que él tan bien conocía. Adoré la tibieza del tacto, el adorable olor a colonia, la imperturbable sonrisa de María del Carmen. Esa niña era un amor y con ella establecí un vínculo de complicidad que se perpetuaría en el tiempo. Suri.

Anotaciones al kindertransport. Nicholas Winton.
Suri Vislovitz, ahora Suri Murray dedicó su vida a dar a conocer lo que significó para miles de niños, el alejamiento de su familia, de su patria, de sus costumbres y de su fe. Su testimonio se transfirió en oleadas de conferencias por distintos países, como memoria de los que la acompañaron en la desesperada huida del nacionalsocialismo. Su vida ha sido un homenaje a sus padres, trasladados primero a Terezin y por último a Dachau, de donde ya no saldrían. Es por ello que sus regresos a Praga están llenos de dolor y los evita manteniendo su residencia en Londres, donde dedica sus atenciones a su familia adoptiva. Nunca olvidó sus raíces. Pero se adaptó como cada uno de los supervivientes que ocuparon los duros asientos del tren a la salvación. Supo ser reflejo de modales, siempre cordial y dócil. Supo esforzarse por aclimatarse a su nueva existencia y ni por un momento dejó de involucrarse en los malos tiempos que llegarían para todos.

Anonadadas nos dejamos caer en un sofá de cuero que adornaba la estancia. El funcionario nos ofreció un té, nos indicó la hora en un enorme reloj de pared y nos invitó cortésmente a abandonar las instalaciones. Una nueva pieza del puzzle completaba el cuadro y sólo acabábamos de comenzar.
Suri cautivó a Carlota y desde ese mismo instante comenzó a quererla en la distancia. Aquella noche dormí abrazada a mi amiga y soñé con un tren a vapor que me llevaba lejos, muy lejos, tal vez para no volver.




James es muy atractivo, atlético y fibroso bajo un traje de corte elegante gris marengo. Tendrá alrededor de cuarenta años. No excesivamente alto y con el cabello oscuro y fuerte cortado a cepillo. Lleva barba de tres días y camina ligero, como con prisa entre los transeúntes que pueblan las aceras. Le vemos acercarse desde Queen Victoria Street (premonitorio) en tanto degustamos un desayuno inglés. Su pronta llamada nos ha obligado a salir precipitadamente del hotel.
James Lamberth -se presenta, mientras nos levantamos a darle la mano-. Soy el actual propietario de la casa de Wipping Lane, -concluye en un tosco español. Se sienta tras dejarnos un varonil olor en las manos que ha estrechado. No dispone de mucho tiempo así que habla precipitadamente de aquello que nos ocupa.
James Culligam era su abuelo por parte materna. En aquel entonces debía de tener trece años y vivió hasta los setenta y siete, edad en que un linfoma pulmonar se lo llevó. Sus últimos años evocó con mimo períodos de su historia que dejaron memoria en James, su nieto, sobre todo, aquellos en los que narró su experiencia en la panadería de Wipping Lane. Escuchamos absortas la disertación sobre aquellos maravillosos años, en los que acudía con frecuencia a la tahona de Victoria para divertirse con Julen , Suri y María del Carmen. Pese a las reprimendas paternas, él desobedecía reiteradamente y solícito se presentaba para recibir galletas, un trozo de bizcocho o un vaso de leche. Echaban la tarde en la merienda y corrían por la trastienda; se enharinaban sus resplandecientes rostros y hundían las manos en la masa del pan cuando estaba tierna y esponjosa. Su felicidad se circunscribía a esas cuatro paredes, alejadas del insistente ulular de las sirenas, de los motores abandonados de los vehículos en la calzada, de los histéricos gritos de los padres que perdían a sus hijos entre la multitud enloquecida. Nada podía perturbar sus sonrisas imperecederas y hasta la caída del sol se entregaba con ellos a divertidas aventuras infantiles propias de su edad.
El abuelo confesó en secreto su amor por Suri; cómo le cautivó su aire triste y melancólico, sus delgadas piernas y su huidiza mirada. Coincidieron durante unos pocos meses, pero fueron intensos al decir del abuelo, no en vano dejaron grabadas sus muescas en un banco del parque próximo a la casa, donde indelebles permanecen hasta nuestros días. El discurrir de los acontecimientos les alejaría inexorablemente y el devenir de ambos acabaría por separarlos definitivamente tras la puesta en marcha de la operación conocida como Pied Piper, que tendría lugar el primero de septiembre de 1939.
Hasta allí sabía de una relación apenas iniciada, pero prometió narrarnos qué ocurrió con su abuelo en fechas posteriores, si aceptábamos su invitación a cenar para ese mismo día. Accedimos gustosas y expectantes por conocer algo más de aquel amor infantil truncado por la guerra.
Empleamos el resto de la jornada dilucidando si estaría casado, si siempre era tan formal y si en verdad tenía interés en informarnos o era simple galantería. Por el momento no nos preocupó y sí nuestro aspecto; así que con la decisión de Carlota nos precipitamos en una boutique, nos gastamos una pequeña fortuna en modelos pret a porter, nos metimos en una peluquería para arreglar el desaguisado de la lluvia y la bruma de Londres y aparecimos por el hotel con el tiempo justo para tomar una taza de té, leer una carta de Victoria y tomar un taxi.

Querido Andrew:
De aquella casa que dejaste, sombría y solitaria, no queda nada. De un tiempo a esta parte los niños juegan y ríen en cada rincón alegrando una existencia que bien necesitada estaba de júbilo. Es cierto que en ocasiones me agotan; pero ¿no es peor el tedio o el miedo?. Los quehaceres se multiplican y aunque gracias a Annie nos repartimos las tareas, no es menos cierto que tantas bocas exigen un esfuerzo mayor. Lo hago con entusiasmo, viendo sus caritas sonrientes. Entre ellos combaten sus penas y tanto Suri, como Julen, así como María del Carmen, por fin, parecen felices. A la fiesta se ha sumado James, ¡qué muchacho! Le veo rondar a Suri y no puedo dejar de enternecerme ante la terrible perspectiva que les aguarda. Es encantador y en sus vanos intentos por atraer el afecto de Suri no encuentra frustración sino insistencia. En parte me recuerda a nosotros en los albores de nuestra relación. El ensimismamiento de Suri ha ido relajándose y se presta a algunas pequeñas diversiones que en sus primeros días con nosotros estuvieron ausentes. Y ya he descubierto alguna tenue mirada y algún perdido suspiro cuando tarda en aparecer. Hombro con hombro aguardan las tardes en que sentados al fuego formando un corro, alguno de nosotros ausculta su memoria y trae de recuero algún cuento de su infancia. Con ellos dormimos a María del Carmen y nos solazamos ahuyentando los fantasmas de una guerra en el umbral de nuestras vidas. Uno de ellos quiero compartirlo contigo y quizás donde te encuentres, en un húmedo barracón habitado por la tristeza y el aburrimiento, retornes a una infancia que jamás debimos perder.
Cuenta Julen y callamos todos.
“En un día caluroso de un seco verano, dos patitos se encontraron en un recóndito lugar del País de los Cuentos. Ambos eran muy amigos aunque de aspecto distinto. Caramelo, que así se llamaba uno, tenía el plumaje de un color dorado claro. Por el contrario, Chocolate, era marrón muy, muy oscuro. Los dos amaban la música y hablaban cantando.
Aquel día en que fueron a bañarse al estanque se encontraron a Café, un buen amigo que siempre estaba contento, pero que en ese momento lloraba desconsolado.
  • Querido patito, color de café, ¿por qué estás tan triste?, quisiera saber- preguntó Chocolate.
  • Perdí a mi patita, color de café, por eso estoy triste, por eso estaré – contestó Café gimoteando.
  • Anoche la vi, no lejos de aquí, miraba a la luna y lloraba por ti – añadió Caramelo.
Café agradeció la información de sus amigos y cantando partió en busca de su amada, más al punto se volvió y les dijo:
- Para que podamos estar juntos debo encontrar una nota que se ha perdido en mi canción y sin la cual mi querida patita jamás regresará.
Sus dos amigos prestos se dispusieron a buscarla para felicidad de Café y tomado caminos distintos se alejaron.
Caramelo buscaba por campos, montañas y valles; Chocolate por riscos, ríos y cañadas. Y en ésto estaban cuando al cruzar un arroyo, Chocolate se vio arrastrado lejos de la orilla. En su auxilio acudió Caramelo y raudo se arrojó al cauce. Los dos eran empujados con fuerza por la corriente y ninguno tenía con qué sujetarse. Hasta que pendiendo de una rama, Caramelo vio una nota que colgaba. En clave de sol, dos corcheas se balanceaban. Con gran esfuerzo Caramelo la tomó en su pico, prendió una corchea y ayudó a Chocolate hasta que pudo agarrarse a la otra. Remando los dos llegaron a la orilla, donde se tumbaron al sol.
Por la vida de su amigo Caramelo temió y sin dudarlo al río se tiró. Uno y otro, como un solo pato, le llevan a Café su nota de sol y al fin su canción se concluyó. Al momento, salida de la nada, la bella patita apareció, y Café saltaba, reía y lloraba al tiempo abrazado a sus buenos amigos que le habían devuelto a su amada. Con una nota la amistad se fortaleció y siempre recordaron que unidos ambos se salvaron.
Hacía rato que María del Carmen dormía. Annie y yo nos mirábamos emocionadas. Julen se sonreía con un final que ya conocía y James intentaba hacer comprender a Suri el contenido de la narración. Este cuadro costumbrista que se repite insistente muchas noches me hace adorar este hogar, y con mayor fuerza me hace añorarte. ¡Cómo disfrutarías viéndonos solazados en este tiempo de tensa espera! La taza humeando entre las manos, la lágrima pugnando por caer, el palpitar desbocado del amor inacabado. Lo que sea de ellos el tiempo lo dirá, pero ¿y nosotros? Cuanto dolor habremos de sufrir hasta colmar las esperanzas de dicha. Amar en la distancia. También yo busco notas que te traigan a mi lado. En la distancia, siempre tuya. Victoria, a 06 de mayo de 1939.

La curiosidad nos mata. ¿Qué podrá contarnos James que nos desvele el porvenir de Suri y su abuelo? Prometió hablarnos de la operación Pied Piper, pero ¿qué es eso? . Habremos de esperar. Que si James esto, que si James lo otro. Carlota habla que te habla en tanto observo las primeras gotas de lluvia sobre el parabrisas del taxi que nos lleva. El mismo Londres de Victoria y sin embargo, tan distinto.




No deja de sorprenderme. Carlota se ha puesto colorada cuando ha visto a James en el asiento trasero del taxi que ha venido a buscarnos. Y eso que se mueve como pez en el agua en los espacios cortos. Se ha puesto un vestido negro con falda entallada que le sienta de maravilla y unos altos tacones que realzan su figura. No sé si no estará disparando con balas de fogueo. Yo procuro mantener la discrección, pero me apunto a la parte informativa de la cita, anhelando cualquier pista sobre Victoria y su familia. Por el camino charlan precipitadamente de banalidades, mientras observo las calles con tráfico intenso, los semáforos cambiando al unísono y las luces de los comercios apagándose en el cierre. Atravesamos el Strand hasta Covent Garden. El ambiente en Sophie´s Steakhouse contrasta con el exterior; dentro hay un ruido contenido de enjambre de camareros en faena y la totalidad de las mesas están ocupadas. Menos mal que James hizo la reserva. Durante la espera de los aperitivos y frente a una copa de vino, James nos explica algunos detalles del pasado de su abuelo, hasta donde él alcanza.
En 1939 y ante el cariz de los acontecimientos, el gobierno inglés decidió establecer un plan de evacuación que garantizase al menos la seguridad a los niños en edad escolar en las principales áreas urbanas. Se le encargó a Sir John Anderson y se conoció como la operación Pied Piper. Se trataba de enviar a la población civil, niños, mujeres y personal docente a lugares rurales e incluso al extranjero. Se evitaba así su mantenimiento a la vez que se liberaba mano de obra femenina para la fabricación de municiones. Esto visto así, pareció una idea excelente, pero en el fondo supuso un trauma de proporciones gigantescas para casi tres millones y medio de personas. Mi abuelo fue movilizado en la primera oleada del 01 de septiembre y trasladado al norte de Inglaterra . En esa fecha perdió el contacto con Suri y su familia. Hasta el último momento se quedó a su lado e intentó convencerla de que saliesen también de Londres, pero fue en vano. El obrador seguía en marcha y por el momento nada hacía percibir un cambio de actitud.
Fueron días muy duros. Los padres se despedían de los hijos entregándoles apenas una máscara de gas, una muda para cambiarse y un poco de comida para el viaje y aunque las noticias eran confusas el propio Parlamento se trasladó a Stratford-upon-Avon, cerca de Birmingham. Niños y maestros subían a los trenes sin saber su destino, carentes de servicios debían aguantar horas sin orinar, sentados en la tablazón desnuda del vagón, con escasos alimentos acababan hambrientos y agotados. James Cullingham fue uno de ellos. En los primeros días se distribuyeron por casas de campo y los más robustos pasaron a ocuparse de tareas agrícolas que les dejaban extenuados por la falta de hábito. No fue hasta 1944 cuando pudo volver a Londres. Lo que fue de él durante eso años es un misterio hasta para su propia familia. Siempre habló poco de esos años oscuros de su pasado: metido en un cuarto trasero de la granja, con un jergón de paja, un cabo de vela y una escudilla para la comida. Alguna paliza de cuando en cuando fueron robusteciendo su carácter, pero al menos tenía un plato caliente cada noche y sus necesidades cubiertas. Periódicamente se escribía con sus padres y siempre les contestó aseverando un bienestar que para nada sentía. El recrudecimiento de los bombardeos sobre Londres en fechas venideras le obligarían a mantenerse alejado, suspirando por un tiempo irrecuperable. Cuando volvió era un hombre transformado. El final de la guerra frenó su alistamiento.
Sé que durante varios años se escribió con Suri y que mantuvo la esperanza en su reencuentro con ciega confianza. Pero el tiempo y la distancia fueron minando sus resistencia. Mi abuela también era una refugiada en una granja cercana y a menudo compartían charlas y diversiones junto a otros chicos de su edad. Su juventud hizo el resto; sus cartas con Suri se fueron espaciando y su relación con la tahona dejó de importarle hasta su regreso. De aquel chico alegre y enamoradizo no quedaba nada. De su amor por Suri sólo los rescoldos. Y ésto es cuanto sé del abuelo James y el éxodo en el que se vio involucrado. La posguerra fue otra cosa.
Hemos llegado a los postres casi sin emitir palabra, abstraídas por la narración de James y por sus maneras calmadas. El resto de la conversación gira sobre sus vacaciones en España, su divorcio sin niños de por medio y su pesado trabajo en un despacho de abogados de la City. Nada que llame mi atención; así que como quien no quiere la cosa, manifiesto mi intención de retirarme. No deben preocuparse, llamo a un taxi y en un santiamén me planto en el hotel. Pueden continuar la velada sin mí. (Espero que Carlota me ponga al día en el desayuno). Y me retiro cruzando los teléfonos con James. Le estoy enormemente agradecida y confío en verle en el futuro. Cuando llego al hotel me tiro como voy encima de la cama, abro mi libro, y leo una nueva carta de Victoria. ¿Por qué necesito tus noticias si hace unos días ni siquiera existías?

Querido Andrew:
Ha sido un momento. He cerrado los ojos y cuando los he abierto ha sido como si los cañonazos sonasen en el salón de casa. Percibo tan cerca la guerra que se me eriza el pelo al pensarlo. Temo por los niños. Yo ya estoy curada de espanto con tu partida y mis miedos van por lo afectivo más que por lo físico. Desde luego que tengo miedo al dolor y al sufrimiento, pero lo que no puedo soportar es pensar que les pueda pasar algo a mis niños. Un sudor frío perla mi frente en cada despertar y contemplo pálida la máscara de gas que reposa en la mesilla de noche. No les creo capaces, y sin embargo, cuentan tales atrocidades de aquellos lugares por donde pasan. En el fondo, ya no hay lugar seguro. Veo a los militares y a la guardia nacional pertrechar las calles con sacos junto a las bocas de metro; reforzamos las contraventanas y lanzamos al aire numerosos dirigibles, pese a que por el momento no ha llegado ningún avión enemigo. No sé por qué pienso así, todavía no se ha determinado nuestra posición en el conflicto; no obstante, todo parece indicar que será inminente nuestra participación. Pese a que los niños son ajenos a este acontecer, cuando me miran de frente tengo que desviar mi mirada para que no noten que miento a sabiendas. El momento de prevenirles no tardará en llegar.
He decidido no enviarles fuera. Desconozco de si modo equivocado o no prefiero tenerles a mi lado y que mi suerte corra pareja a la suya. Sé que no podré hacer mucho por defenderles en caso necesario, pero quiero creer que bajo mi amparo aumenta su seguridad. ¡Qué estupidez! Annie apoya mi postura y tampoco enviará a Suri. Ya vale de tanto ir y venir; ahora que parece se ha habituado a nosotras. No descartamos una desbandada al campo, a casa de sus padres, pero preferimos mantener la calma. Definitivamente nos hemos instalado juntas. A menos que aparezcas en fechas próximas, preferimos compartir estos días pesarosos con la inestimable ayuda de nuestra mejor amiga. Los niños están  frenéticos pues los cambios se suceden a diario. Las escuelas preparan la evacuación y marcan las pautas para un tiempo indeterminado. Cartas conminatorias en los fondos de las carteras aducen razones para la partida y el nerviosismo entre la población está alcanzando cotas dramáticas. Hemos intentado acaparar alimentos pero no resulta nada fácil. Aumentadas las existencias de harina, sal y azúcar, no creo que duren mucho. Los huevos están racionados y la carne es un bien escaso; el huerto de los Murray tendrá que convertirse en nuestra mejor fuente de abastecimiento. Thomas se está portando estupendamente, pero pronto nos dejará por tareas de otra naturaleza.
Esta noche Julen se ha acercado a mi cama cuando estaba con María del Carmen dormida en mis brazos y me ha preguntado si tendrá que irse de nuevo. Rotundamente le he contestado que no y le he abrazado con todo el amor del que he sido capaz. Lo ha entendido, ha roto a llorar de felicidad y me ha mojado la camisa de dormir; le he dejado que durmiese a mi lado. ¡Con cuánta rapidez deben crecer los niños en estos días aciagos! Se ha dormido profundamente al instante y mientras le mesaba el cabello te he traído a mi memoria, tan indefenso como mi Julen mientras los enemigos te cercan.
Lucy Faithfull ha venido acompañando a Annie por la mañana y nos ha conminado a obrar como la mayoría. Pensaba convencernos con su presencia. Tiene ventinueve años y una energía que le sale por los poros. Trabaja para el Comité Anderson donde ejerce de voz sensata y conciliadora. Se ha ido algo apesadumbrada al fallar en su propósito, pero agradece nuestra firmeza y se pone a nuestra disposición por si cambiamos de parecer. Quiero creer que en manos de esta mujer la evacuación será un éxito, transmite sentimientos cálidos y pasión por su trabajo, en tanto que desde el Gobierno se percibe improvisación y desconcierto. Podíamos salir con los pequeños, pero si me alejo de nuestra casa, cómo me encontrarás. No puedo. Debo permanecer aquí mientras pueda. Cada día sé que está más cerca tu regreso y en la distancia, aunque en escasos instantes, soy feliz. Tuya. Victoria, a 28 de agosto de 1939.




Ha llegado tarde y no he querido despertarla para el desayuno. Se ve que le fue bien ayer. James parece un buen hombre. Me sonrío pensando que no le dejaría meter baza, buena es mi Carlota. Se acerca el fin de semana y debo regresar a casa. Este será mi último día en Londres por el momento y quiero aprovecharlo, aunque todavía no sé cómo. Tomando el té matinal me ha surgido una idea y quiero llevarla a cabo. Vuelvo al origen de Victoria en Cecil Court Street y de nuevo visito la librería donde apareció el volumen que duerme en mi maleta. El librero no sabe de qué libro le estoy hablando y aunque consulta varios archivos y ficheros en su ordenador no da con la referencia. Estoy sorprendida. Le pregunto por la editorial. Desapareció en la posguerra sin dejar rastro; nada inaudito. Le agradezaco su interés y me ubico en el período que me interesa. Me entretengo consultando álbumes de fotografías. Ausculto los rostros de los personajes que las pueblan y el entorno en que se movieron. Parecen estatuas en una instantánea fugaz que les inmortalizó para siempre. Se trata de anónimos desconocidos con vidas por desentrañar. De suponer, casi todos muertos. Otros, ancianos de quebradiza memoria. Me voy con un nudo en el estómago. La mañana no ha empezado bien y eso me encorajina.
Después de ver el álbum lo tengo claro. Tomo un taxi y me dirijo a Wipping Lane. El día es nítido y transparente, de una claridad deslumbrante, inusual en estas latitudes y un calorcillo estremece mi cuerpo cuando me siento en el parque frente a la casa. Desde aquí veo la fachada de la tahona y la entrada a la vivienda. Algunos desconchones en el soportal la afean y el color amarillo de la tienda no le hace justicia. Pese a todo, si cierro los ojos percibo todo con mayor claridad: Victoria se asoma por la ventana de la cocina y llama a Julen y Suri que juegan entre los árboles; James ya ha partido hacia el campo y su huella apenas queda en uno de los bancos próximos. Tras llamarlos, no entra en la casa, entrecierra los ojos y se deja acariciar por la brisa traída por el río. Su mente cruza fronteras y mares para llegar a los campos de Francia donde se enquista Andrew en una tarea banal pugnando por su vuelta. Hende el aire oliendo la lavanda y el tomillo de la ribera y alguna lágrima asoma la punta de su nariz. Va algo despeinada y su cara resplandece por las horas frente al horno. Sus hombros se han vuelto poderosos y sus brazos asoman bajo la blusa remangada ahítos del esfuerzo. Cierra los ojos para ver el futuro, y también para olvidar el reciente pasado. Ella no puede verme en tiempos opuestos, pero yo a ella sí. Apartadas las cortinas, corridas las ventanas, elevadas las persianas, diría que quiere echarse a volar. He querido gritarle que la entiendo, que puedo ser su consejera, que puede confiar en el provenir. Pero nada de ello es cierto. Es una de las mujeres que he visto en las fotografías antiguas; cualquiera de ellas, pero única como ninguna.
Julen le dice algo desde la calle y le hace abrir los ojos para caer en la realidad. Lo tengo tan cerca que podría abrazarlo , pero aunque estiro los brazos no llego a tocarlo y mi voz se pierde entre los maullidos del viento. Suri le toma de la mano, le susurra algo al oído y ambos desaparecen por el umbral de la puerta, entre las sombras del zaguán. La mesa está puesta para el almuerzo, y por un rato todos olvidan la pesadumbre, ayudan a Victoria con las tareas de la casa, ponen la mesa, recogen la colada, estiran las colchas y juegan con María del Carmen. Annie no está, enfangada en sus labores. Al rato, Victoria volverá a la tahona para preparar la masa de mañana. Yo ya no estaré aquí. Me llevaré apenas su más cercano recuerdo, y podré decir que los vi con plenitud. Suri come poco, es un pajarillo delgado que se asoma tímido entre las ramas de su nueva familia. Por el contrario Julen, se muestra voraz con la comida. Ha madrugado con Victoria y debe reponer fuerzas. No van al colegio. Se han suspendido las clases una vez comenzada la operación Pied Piper y muchos son los niños que vagan a deshoras por las calles en espera de su destino. Victoria se sienta con ellos en la sobremesa y repasa las lecciones hasta donde su mente alcanza. Se esfuerza con denuedo y cuando no puede más, encarga la tarea a una exhausta Annie en las horas del crepúsculo. Pero todavía luce el sol y queda tiempo para hacerle carantoñas a la niña, para confortar a Suri en sus silencios y para abrazar a Julen con cariño. La familia está coja, pero aguanta sólida el peso de la distancia y del infortunio. Victoria pone la radio y aunque no le prestan atención intenta hacerles comprender los días que vendrán. Asienten entre risas con las gracias de María del Carmen y tan rápido como les ha informado, se olvidan de cuanto han oído. Mejor así, piensa Victoria. También yo lo creo.
Alguna nube ha ocultado el sol y la brisa se ha tornado viento fresco. Me pongo la chaqueta y elevo la vista a la ventana de la cocina con el tiempo justo para verla desaparecer, cerrar las ventanas, correr las cortinas y bajar las persianas. No quiero pensar que esto es lo más cerca que estaré de ella. Mañana partiré a casa, volaré de regreso al hogar que me espera. Quisiera llevarlos conmigo. Mientras camino calle abajo, con la mirada perdida en el horizonte, vuelvo la cabeza y enjugo con el dorso de la mano la lágrima que resbala por mi nariz. Siento que no será la última por ella. Pero no me importa. Marcho feliz después de haberla visto.
Carlota me ha llamado con insistencia. Al final ha acudido a comer con James. Ella no tiene prisa por volver, así que decide prolongar su estancia el fin de semana. Nada importante la espera al otro lado del mundo; por el momento James es su presente. Me tendrá que contar con detalle, soy muy curiosa, pero se hace la remolona y tan sólo me apercibe de un leve coqueteo. Lo dejo estar. No tengo cuerpo. Ya vendrá el momento. Preparo el equipaje para mañana y la abrazo con cariño. Le doy recuerdos para James y dejo flotando en el aire la última carta de Victoria que leemos en Londres: 

Querido Andrew:
El verano se muestra solícito con un fulgor sin igual. Los pequeños pasan los días en la calle corriendo y jugando. Tristemente ven marchar a sus compañeros de colegio hacia destinos diversos y la nostalgia se ha instalado entre los que quedamos. Gracias al sol que en estos días de luz nos devuelve la ilusión por vivir. Han vuelto las risas y la alegría; y aunque agotados por el trabajo y los quehaceres cotidianos, sentimos la felicidad en cada poro de nuestra piel. Los mayores estudian en casa auxiliados por Annie, de infinita paciencia, y cuando ella falta, por mi corto entender. Son agudos y perspicaces y nada escapa a sus entendederas, y a veces, cuando creo haberles engañado piadosamente con lo venidero, me ponen cara de sorpresa y ríen por lo bajo. Temo por ellos a cada instante e intento tenerlos bajo mis alas de contínuo. Es un error, pero no sé si lo hago por ellos o por mí misma. Sin tenerte a tí estoy tan indefensa. El trabajo de Annie se ha intensificado estos meses con la salida de la población civil. Buena parte de sus compañeros de trabajo han debido partir como contingente de apoyo al grueso de los exiliados y se han quedado en cuadro en el hospital. La noto agotada cuando llega a la cena y sin fuerzas ni para comer. He decidido dedicarle cuidados especiales. No puedo consentir que decaiga. Del hospital ha traído noticias del armisticio firmado por Francia hace apenas dos días , entregada a la Alemania de Hitler. Se diluye la esperanza y nos vamos quedando solos. ¿Qué habrá sido de tí? Me pone enferma pensar cómo os tratará el nuevo gobierno de Vichy. Espero que para esos días ya habrás partido. En ocasiones te imagino por París, intrigando en tascas o burdeles con la resistencia, e incluso embarcado hacia la América Latina. Pero creo firmemente que tus pasos te van trayendo con lentitud, pero sin pausa a nuestro encuentro. No importa el rodeo que des ni el tiempo que tardes, al final el punto de destino será inamovible. Por ello permanezco firme en mi lugar. Esperando, siempre esperando un punto en el horizonte que se vaya haciendo grande a mis ojos y del que emerja tu figura gastada bajo ropas prestadas. No obstante, vivo. Estoy cansada; a pesar de pasar raudos los días, se me hacen eternos en tu ausencia y el consuelo es tan liviano. Devuélveme la paz. La necesito. Tuya en la distancia. Victoria, a 24 de junio de 1940.




He llegado a casa algo acatarrada y he tenido que permanecer acostada en el sofá dos días hasta reponerme de la tos y los mocos que no cesan. Ni tan siquiera he atendido a Carlota desde el otro lado del Canal. Gracias a Dios, Alberto está en casa y se ha ocupado de los chicos mientras me reponía y ha ido poniendo orden en mis anotaciones. La verdad es que no he progresado gran cosa. Nuevos personajes han aparecido y otros se han asentado. He conocido a James, del que sin saber por qué me guardo alguna reserva -no existen hombres tan perfectos-. Necesitaba el calor del hogar, los gritos y barullo de los pequeños, la familia haciendo piña. He leído otras cosas, pese a que Victoria tira de mi sin remisión, pero no puedo concentrarme en figuras de papel, cuando entre sombras sigue viva su memoria.
Carlota no ha parado de llamar para interesarse por mi salud. En su tono denoto que quiere decirme algo, pero se muestra callada cuando la interrogo. Al fin, cuando va a asearse al hotel me cuenta:
“ He estado en casa de James, ya te contaré aunque no viene al caso. El hecho es que ya sabes lo cotilla que soy y mientras él se duchaba para salir de nuevo me he entretenido viendo fotografías que salpican las estanterías de su salón. He descartado las de color, en las que frecuentemente aparece con amigos, algún antiguo amor y gente mayor ajena a mi interés. Pero al contemplar las fotografías en blanco y negro algo me ha sobresaltado, he descubierto una instantánea con un atractivo caballero que rodea con sus brazos formando un corazón a una chica dulce, de estatura media, con los rasgos peculiares caucásicos de centroeuropa y la fisonomía judía que se describe en la llegada de Suri al Reino Unido. Llámame loca, pero estoy segura de que es ella, algunos años más tarde, y de que el susodicho caballero no es otro que el abuelo de James. Ello me ha sumido en una gran perplejidad. Por qué nos ha ocultado esta relación es algo que aún no comprendo y que si te parece bien intentaré averiguar estos días”.
Tras insistirle para que tuviese cuidado y me tuviese al tanto de sus pesquisas colgué el auricular y me abandone en el sillón intentando atemperar mi ansiedad.
A las nueve de la noche del domingo, frente a un tazón de sopa humeante me rindo a la evidencia. Extraigo con sumo cuidado el libro de mi bolso, me arrebujo en la manta que me ha acompañado en mi convalecencia y me dispongo a leer otro fragmento de la historia de un Londres lejano y gris:

Querido Andrew:
Hoy he visto niños caminando entre escombros, con las manos y los tobillos arañados por la piedra. Todos miraban al cielo con expresión asustada buscando el enjambre ensordecedor de los aviones alemanes. Algunos se llevaban las manos a la cabeza, otros se acurrucaban en fosas de tierra. Todos muestran estupor y desconcierto. El sonido de las sirenas nos perturba; se han acabado los simulacros y lo que había de ocurrir ha ocurrido. Los ciudadanos corren apresuradamente en busca de las bocas de los metros que los engullen con voracidad. Han dejado atrás cuanto tienen sin miramientos, como quien abandona una colilla en el pavimento. Sólo me he permitido una mirada atrás, por si a mi vuelta, todo está cambiado. Llevo a María del Carmen en su silla de paseo; a Suri de una mano y a Julen abriéndonos camino. Nuestros pies vuelan sobre la calzada y nos detenemos frente a la cola que pugna por abrirse paso en la boca de metro de Shadwell. He cogido algunas provisiones con celeridad, algo de abrigo y un bloc de notas. Como moscas nos apiñamos en las paredes buscando un espacio donde apoyarnos cuando nos fallen las fuerzas. Hay una cierta euforia y alegría en las expresiones de la gente. Todo el mundo cruza unas palabras con los demás; se hacen carantoñas a los niños y se sonríe a los ancianos. Los impedidos son bajados en brazos por las escaleras. Se comparten juegos y mesa. No hay asomo de tristeza y eso es algo que me sorprende. Cuando llega Annie, María del Carmen ya duerme, es viernes, 6 de septiembre y sólo el personal de servicio puede deambular por las calles. Nos ha acercado unas mantas para la noche aunque no hace excesivo frío y tan pegados nos damos calor unos a otros. Alguna radio transmite noticias, pero son sesgadas y no trasciende la realidad de lo que ocurre sobre nuestras cabezas. Sin embargo, la música que emite nos aleja de lo inmediato e incluso hay quien se pone a bailar sobre el andén. Van pasando las horas y los niños en su mayoría duermen, de cuando en cuando sobresaltados por un llanto extemporáneo o por una ráfaga de viento que se cuela por los túneles. Cuando se nos permite salir a la superficie tras treinta y seis horas, nuestro mundo está cambiado. Es ahora cuando asoma el llanto y la crispación, cuando el dolor atenaza los miembros y acuclillados elevamos la mirada al cielo pidiendo clemencia.
Son calles desnudas de edificios, solares expuestos sin techumbres, manzanas enteras que han dejado de existir noqueadas por el peso de las bombas. Nuestro barrio ha sido borrado de la faz de la tierra. El consuelo lo supone la ausencia de víctimas, menores de las previstas; pero apenas quedan casas sin dañar. Milagrosamente, la nuestra sigue en pie, como un iceberg a la deriva, y salvo los cristales no sufre daños irreparables. Los vecinos vagan inconsolables por calles cubiertas de ladrillos desprendidos. Como un faro en el horizonte, se eleva St. Paul, impertérrita entre el humo, las llamas y el ocaso. Entre las ruinas emerge impávida para mostrarnos el camino de la resistencia. Pese a las pérdidas no hay decaimiento; cada ciudadano piensa en la venganza y ni uno sólo en la claudicación. Arrimaremos el hombro para restituir lo derruido y elevaremos sobre las cenizas una ciudad nueva hecha de cascotes y de orgullo. ¿Me quedarán fuerzas tras tanta pérdida? Ya ni siquiera confío en que te alcance mi carta. Este país ha quedado aislado del mundo y mis palabras se perderán en el limbo de esta guerra. Te amo en la distancia. Victoria, a siete de septiembre de 1940.


Soy una llama ardiendo. No sé si de la fiebre por el catarro que llevo, o por el contrario son las noticias que descubro en cada línea. Esos difíciles años me hacen comprender lo injusta que soy con la historia. Me lamo las heridas por banalidades que suceden a mi paso, menospreciando las injusticias y la pesadumbre de los más desfavorecidos. Vivir en esta sociedad cuando nuestros mayores padecieron momentos inenarrables de pesares sin número me parece frívolo. Veo a mis hijos desechar cosas que en otro tiempo hubiesen sido indispensables y me siento mísera evocando las noches del “blitz” metidos en la ciudad subterránea, escuchando el estruendo de las bombas, con tan sólo un poco de alimento, frío en los huesos y fuerte olor a miedo y desesperación. Que la experiencia me haga crecer como persona es lo que deseo con auténtico fervor y redimir mis penas por ser insolidaria y egoista es la tarea a que me enfrento. Por ello leo estas cartas a mis hijos, para que aún sin comprenderlas en su extensión, puedan valorar una evolución que nos ha dado mayores cotas materiales, pero que quizás ha abandonado la memoria de un pasado heróico. Carlota lucha en un frente que no le pertenece. Yo todavía guardo en mi valija un puñado de historias con que conocer el destino de Victoria. Lo defenderé con uñas y dientes para que no me lo arrebate el viento de abril. Y a quién me lea, sigue mi camino y apoya mi bendita locura.





Mientras yo me instalo en la rutina, Carlota continúa con su aventura londinense. Ando algo preocupada por su escasez de noticias, pues hace ya unos días que no sé nada de ella. No he querido perturbarla pues de sobras sé que si todo marcha bien estará demasiado ocupada como para atenderme. No obstante, no puedo dejar de pensar qué estará haciendo y los mensajes salen de mi móvil en busca de respuestas que no llegan. Al fin, al filo de la medianoche, en el sereno silencio de mi habitación, un pequeño pitido la hace presente. Todo va bien aunque tiene que contarme algunas novedades. Por el momento poco puede decir, hay que esperar a la mañana. No indago en sus intimidades.
Aguardo impaciente durmiendo a intervalos, sin colciliar profundamente el sueño. Cuando suena el teléfono salto de la silla donde he desayunado y contesto con rapidez. James es un amor. Puro encanto en un traje de Armani. Sin embargo, la inquieta. Ha recibido varias llamadas que contesta en privacidad y de las que no le da cuenta. Ella no se inmiscuye aunque le corroe la curiosidad. No obstante, afinando el oído ha podido escuchar el nombre de Suri, nítidamente. Con maestría ha cambiado el registro. Son sólo cosas del trabajo. En su ausencia, Carlota se desplaza al hotel, que no ha dejado. Comen, cenan, alguna copa a la salida de su trabajo. Y en la noche, los envuelve el ímpetu de la novedad y del deseo. Pero Carlota es mucha Carlota y rastrea en los cajones de la cómoda en busca de indicios hasta que da con una carpeta que contiene viejas fotografías. Entre otras de sus padres, aparecen varias de su abuelo. Un tipo agraciado de buena planta, robusto, serio. En alguna aparece junto a Suri, ella sí sonriente. Cuando se las muestra a James, éste se pone lívido, se sirve una copa y se sienta junto a ella.
Habla taimado: “No te voy a engañar, Suri tuvo un apasionado romance con mi abuelo. Fue algo efímero pero intenso. A su regreso de la campiña y tras mucha insistencia venció la resistencia de la muchacha que había conocido años antes. Ella estaba hecha una preciosa mujer que ayudaba a Victoria y a Annie en cuanto podía sentirse útil. Era una más de la familia. Pero entonces todo se complicó; la guerra dejó un poso de rechazo a cuanto sonase a judío y lo que pudo ser se quedó en una simple aventura. No hubo consecuencias, cada uno siguió con su vida; pero para los que supimos lo que ocurrió nos llenó de vergüenza. Los prejuicios vencieron al amor y ya nunca pudieron mirarse a los ojos. Mi abuelo se tornó huraño y bebedor; maltrató durante años a una mujer que lo soportó con resignación, hasta que años después, ella hizo una maleta, cogió un barco y dio con sus huesos en Lisboa. Dejó a sus hijos criados e independientes, pero también un vacío enorme con su marcha. Nunca más supimos de ella ni pudimos llorar su pérdida. El abuelo entró en un bucle de violencia y embriaguez que le perseguiría de por vida. Todo eso lo trajo ese amor adolescente que él intentó ocultar, que intentó ocultar mi padre y que yo te he ocultado”.
James se derrumbó, el vivo recuerdo de sus ancestros lo sumió en un dolor insoportable. Le consoló como pudo, le quitó importancia al asunto y lo dejó estar. Carlota vió a la abuela de James en fotografías sepia, con un tinte de tristeza y apatía y a su abuelo, enérgico y furibundo. En el fondo agradecí que Suri no acabase con él, quien sabe cuanto sufrimiento hubiese añadido a su bagaje.
En cierto modo me entristeció escuchar a Carlota. Las vidas rotas que se multiplicaron por efecto de la guerra me causó una honda inquietud y recordé la llegada de Suri, inocente y desvalida, a tierra desconocida, a personas ajenas, a una casa que no era la suya; y me apiadé de ella haciéndola más mía. El final de la conversación me devolvió a la realidad. Era todavía media mañana y tenía que recuperar la lectura de Victoria. Así lo hice:


Querido Andrew:
Hemos vuelto a casa. Londres es una ciudad enferma. Hemos recogido algunas pertenencias y las hemos metido en unas pocas maletas y bolsas que constituirán nuestro equipaje nocturno. Por las noches abandonamos la casa, cerramos a cal y canto las ventanas y las puertas, apagamos cualquier atisbo de luz y nos sumergimos en el submundo que palpita bajo las calles. Un universo de hormigas que se afanan en mantener el ánimo confortado y en no descuidar sus quehaceres cotidianos. La tahona sigue en marcha; por supuesto con un ritmo cadencioso y triste, pero el pan sigue llegando a quienes todavía se mantienen vivos. La señora Watson ha muerto. Se encontraba en los muelles de Surrey la noche del bombardeo y supongo que no pudo huir, sus restos se encontraron bajo los escombros, con las manos protegiendo su nuca y en actitud orante. He llorado a lágrima viva y no he podido contenerme al llegar a una iglesia abarrotada de feligreses implorantes que velan numerosos cadáveres de amigos y familiares. Apenas queda consuelo. Una buena mujer yaciendo entre montañas de ladrillos y conservas en una fábrica del Wapping. Las bombas se han llevado los muelles, los mercantes han sido hundidos en su mayor parte y los que todavía flotan presentan daños que los hacen inservibles. El humo de las factorías se ha apagado, tan sólo queda en pie la industria armamentística.
Las noticias intentan elevar el ánimo, Churchill se pasea por el barrio con cara de circunstancias intentando confortar al poco público que honra las calles. Va rodeado de sus acólitos, pero se desmarca de ellos para acariciar a un niño o besar a una anciana. Por dentro llevará su penitencia. Sigue en conversaciones con el gobierno americano y al menos ha obtenido garantía de suministro de armas, hasta ahora vetado; los americanos se van implicando y puede cambiar el rumbo de los acontecimientos. Los bomberos no dan abasto, grandes brigadas hacen ulular sus sirenas de día y de noche jugándose la piel intentando eludir la suerte de un fuego que todo lo arrasa; apagan edificios que ya son ruinas cuando llegan y que cuando exhaustos se marchan, sólo son un amasijo de hierros y tierra tumefacta. Pegados a las emisoras noctámbulas, nos arremolinamos frente a las radios que en Shadwell nos mantiene en vilo. Son noticias fragmentadas, edulcoradas, no hablan de muertos ni heridos, sino de héroes y aparatos derribados por nuestras fuerzas, los Heinkell He 111 se han difuminado en el espacio aéreo. Y sin embargo, cada noche, como moscas a la miel, aparecen zumbando ensordecedoramente sobre nuestras cabezas para dejar caer su mierda sobre una ciudad rota. Cuán difícil se hace tornar cada mañana al tajo después de otra noche en vela; apenas comidos, saneados míseramente, oliendo a sudor y tristeza, ausentes los queridos que yacen o se alejan, y coger el cubo y la pala, la escoba y el badil, el rodillo y la tabla, y faenar como si nada ocurriese, esperando a la noche que rauda se presenta a cobrar un nuevo peaje. Y en las emisoras, una suerte de ensalzamiento para que no decaiga la moral, números vacíos en un parte donde no hay nombres ni apellidos, como el de la sra. Watson, a la que María del Carmen echará de menos y sobre la que no sé todavía qué le contaré.
No obstante, aún quedan escenas para el recuerdo. He pasado por Holland House, la librería y entre sus escombros, a cielo raso, sin cubiertas ni techumbre, con sombrero y traje, varios transeúntes examinan los lomos de los libros en las estanterías. Un adolescente lee sentado sobre un escritorio desvencijado, destripadas las historias de un lugar en el olvido. No le perturba nuestra presencia, ni tan siquera eleva su mirada absorto en su lectura. Admiro su abstracción y aún su mueca de auténtica emoción. El mundo hostil que le rodea no ha podido derribar el muro de su imaginación. ¿Quedará acaso espacio para la inocencia después de tanto horror? Él es el bastión que así lo indica. Le deseo una larga vida y una dicha plena. Entonces alza los ojos y un destello eclipsa mi mirada, esboza una sonrisa, roza con su palma mi pómulo y regresa a su lectura. Hoy dormirá entre otros huérfanos de morada, cabeza contra cabeza, como caracoles llevándose la casa, sus domésticos enseres, las almohadas y las mantas, cucharas, vasos y perolas y guardará silencio cuando silbe el viento del este como huracán de bombas cubriendo el firmamento. Te he visto en él, tan inocente, que un temblor ha sacudido mis entrañas. A él no lo volveré a ver, ¿y a ti? Te quiere en la distancia, Victoria, a 10 de septiembre de 1940





The Hummingbird Bakery está en Noting Hill, en concreto en Portobello Road. La cajita que deposita Carlota sobre la mesa de té del jardín lleva ese nombre impreso. Sus cupcakes son deliciosos y ella lo sabe porque hemos hablado en alguna ocasión de ellos. Me la como a besos. No los había probado y mi boca se hace agua cuando dejo sobre el plato la taza todavía tibia de mi infusión. No puedo creer que esté a mi lado, cansada pero exultante. ¡ En un suspiro le ha cambiado la vida! Le debe tanto a Victoria como yo misma; sin ella nuestro devenir seguiría el curso anodino de otro tiempo. Ahora tiene un fundamento, un anhelo que no podemos dejar de padecer. Se la ve radiante cuando refiere su dicha como un vendaval que todo lo arrasa. ¡ Es tan bello el amor en cualquier tiempo! James ha sido un caballero, atento en todo momento la ha colmado de atenciones y arrumacos; en las partes íntimas apenas se detiene. Acaba sonrojada y le sirvo un refresco que la apacigüe.
James me envía recuerdos y promete indagar sobre Victoria en la medida en que yo se lo conceda. Victoria no me pertenece.
En un tono más lánguido me cuenta el corto viaje hasta Oxford; se desviaron para aparecer ante la granja de los Murray. Apenas quedan unas piedras en pie de lo que fue la casa y el granero. No pudo sustraerse a la belleza del paraje, a los álamos cubriendo las orillas, a las ondulantes colinas mecidas por el viento, a los trigos cimbreantes dorándose al estío, al tosco paisaje de las desnudas rocas. Imaginó a los niños sobre el verde manto de la pradera, azuzados por los perros juguetones, haciendo ramilletes de flores silvestres para madres adoptivas. Riendo sin descanso.
Le he leído la última carta de Victoria, la que ella no pudo disfrutar y se estremece pensando en esos días agónicos del Londres que ha dejado, en las estaciones de metro que ha pisado, en los parques y jardines por los que ha pasado. El mismo mundo y sin embargo, tan cambiado. Le informo de mi desasosiego pues no sé el hilo del que tirar y me dice que Dios proveerá. Sus palabras son premonitorias. Apenas saboreamos una segunda taza con las golosinas que ha traído cuando recibimos un mail de nuestro bloguero anónimo. En él, con un poco de inquina, nos reprocha la carencia de noticias, pero al punto se muestra dulce y conciliador regalándonos una carta que obra en su poder y que traslada a Andrew a la escena inmediata, llevándonos a comprender algunos episodios de esos años tristes de la Europa ocupada.


Querida Victoria:
Te mando esta carta en la esperanza que el MI6 (Servicio Secreto Británico), pueda sortear las trabas que hasta la fecha han impedido tener noticias tuyas. Estoy en Francia; en la Francia ocupada y por el momento estoy inmovilizado; a la espera de una tarea comprometida.
Han sido días difíciles desde la fuga del campo. Prisionero en una compañía de trabajo obrero en una línea férrea pude sortear la tenue vigilancia de la gendarmería y escondiéndonos en cobertizos y casas amigas hemos conseguido llegar a París. Aquí las cosas están más o menos organizadas.
Hay un movimiento de liberación nacional en toda la zona norte que nos da confianza para obtener la recompensa de una Francia libre. No obstante hay que andarse con cautela. Cada día cae algún compañero en manos de la policía alemana (Abwehr). Desde el Combat, como nos hacemos llamar, he contactado con una red de espionaje denominada Carte, vinculada a los servicios británicos.¡Al fin he abrazado a compatriotas después de tantos meses! Mi francés me permite moverme con cierta libertad y mi nueva documentación me ofrece un salvoconducto.
He conocido a Marie Seigneur, aunque dudo que sea su auténtico nombre. La he esperado en el café Au Claire de Lune leyendo Le Matin. A pesar de ser mediodía, su presencia ha eclipsado al resto de clientes. Con un ajustado vestido rojo justo por debajo de sus rodillas, las piernas teñidas (práctica común en Francia ante la ausencia de medias) dándole un moreno atractivo, un sombrero con medio velo cubriéndole los ojos, zapatos y bolso acharolado, fumando delicadamente. Me ha recordado a Yvette Lebon, bellísima y coqueta, actriz por la que suspiran todos los alemanes que rondan París. Se ha sentado a mi lado como si nos conociésemos de toda la vida. Apenas contará con veinte años y sin embargo transmite una confianza ciega en sus actos; no hay atisbo de debilidad ni miedo, ni una gota perlada de sudor. Yo sí noto mis axilas húmedas; me concentro, y en sus claras pupilas se diluye mi temor. Habla con discreción, pero no en voz baja, para evitar suspicacias. Sabe que ha atraído todas las miradas, pero no todos los oídos. Aplaudo su intención.
Con una servilleta de papel se limpia el carmín de los labios y la deja en el cenicero que ocupa el centro de la mesa. Al punto la recojo y la oculto en el forro interior de mi chaqueta. Fuma despreocupadamente encendiendo un pitillo tras otro y de reojo lanza alguna mirada furtiva en derredor, pícaramente sonríe a algún oficial de la Wermatch, quien se sonroja sin remedio. Al salir se queda apoyada en la barra y en seguida un ejército de moscones se arremolina a su vera buscando su contacto. Lanzo una mirada de soslayo al cruzar la puerta sabiendo que es la última vez que la veré; también ella me mira, pero ahora creo descubrir en su sonrisa un rictus de tristeza. Se vuelve hacia el oficial de más alto rango y ríe estentóreamente. Adiós mi dulce Marie, musito calladamente. Esta noche dormirá con él y mañana transmitirá su mensaje por radio. Quizás el yazca de costado roncando poderosamente, o tal vez, bajo su águila plateada discurra una mancha de sangre que evidencie su descuido. Buscaré en la prensa esa noticia, pero sé que nada habrá que la delate, salvo que sea ella quien salga en las esquelas. Entonces sí, ponderarán el escarmiento para someter los mansos a las fieras.
En mi habitación del cabaret de moda, el One Two Two, donde ejerzo de camarero, leo detenidamente el contenido de su servilleta. Inhalo el perfume dejado por sus labios y atropellado quemo bajo una cerilla el contenido. Deberé desempeñar la labor de enlace entre los Servicios secretos franceses y los británicos del SEO; para ello deberé frecuentar la vida disipada del París ocupado. En corto tiempo me he aclimatado. Los alemanes se han afincado en una ciudad un poco puta, una ciudad que se ha vendido al usurpador ha cambio de preservarla, de mantener su desenfreno, su nocturnidad y su alegría. El mundo obrero sufre en la abstinencia, se hace extremadamente difícil conseguir alimentos indispensables, mientras los alemanes manejan el racionamiento en su beneficio, haciendo ostentación en sus fiestas de cabaret, descorchando champán sin cortapisas y entregados a los placeres de la carne en los burdeles de la Trinité, la rue de la Lune o de Hanovre; se pasean del brazo de Arletty, Mireille Balin o Ginete Leclerc, las actrices de moda, tan etéreas e inalcanzables como una cena en Maxim. Persiguen todo aquello que lleve faldas, pavoneándose con sus pulcros uniformes, sus anchas espaldas y sus cabellos rubios cortados a cepillo. Son los amos del mundo y así nos lo hacen ver en esta ópera bufa representada en las calles de París. Las mujeres se acercan buscando carne, azúcar, tabaco, algo con que alimentar a los suyos; las jovencitas ríen atraídas por un universo de ostentación promovido por los galones que les han conducido a ocupar hoteles como el Crillon o el Bristol, a desocupar mansiones en Rivoli o las Tullerías en su provecho o a pasear en flamantes automóviles a cielo raso acariciados por la brisa del Sena. Cada noche veo a oficiales y suboficiales rodear con sus brazos los cuellos de chicas casi adolescentes, deslizar sus manos entre los muslos bajo las mesas repletas de copas de licor y retirarse en ampulosas habitaciones para satisfacer sus más bajos instintos. Nadie diría que seguimos en guerra; París es una fiesta en manos del régimen de Petáin, y únicamente, la callada tarea de estas mujeres fuertes y decididas, que se dejan seducir e incluso se entregan en pos de algo de información constituye el asidero que separa el sometimiento de la redención.. Como Gisele, Nancy o Yolande, lobos con piel de cordero.
Hace calor en la oscura alcoba del One Two Two y pienso en el amor que te profeso. Abajo suena el cristal y las cuberterías, las lustrosas botas sobre el mármol. Y aquí y ahora, añoro cada instante que pasamos juntos y sólo el deber me atenaza en estas tierras. Ya puedo percibir tu aroma cuando el viento del oeste se encabrita sobre el Canal de la Mancha. Y si no te llegan mis palabras, al menos pienso un sueño; el de alcanzar un día las costas de Inglaterra. Tuyo en el recuerdo, Andrew, París a doce de junio de 1941.

Me he quedado muda. ¿Quienes eran esas mujeres de que habla Andrew? ¿ En verdad arriesgaron sus vidas a cambio de la libertad? ¿Alguna habrá sobrevivido? Preguntas que quedan en el aire y que me sonrojan en esta vida plácida en que estoy instalada. Carlota asiente. Se mete un cupcake en la boca, se encoje de hombros y dice: “Eran otros tiempos, qué le vamos a hacer”. Y razón lleva.





Vivir a las afueras de una gran ciudad tiene sus pros y sus contras. A mi regreso de Londres me he sorprendido algunas noches apoyada en el alféizar de la terraza observando las estrellas. No es que tenga el más mínimo interés por la astrología, pero los silencios que acompañan su existencia lejana me provocan instantes íntimos de difícil expresión. Los pequeños me miran perplejos cuestionando mi sensatez, pese a que les llegará el día en que disfrutarán con tanta vehemencia como yo estos momentos de placidez. La vorágine en la que se ha convertido mi vida, precisa de estos remansos de paz en los que solazarme de cuando en cuando. Carlota los rompe con un don sobrenatural, el del oportunismo. Sube las escaleras que dan a la terraza como un tornado. Se enciende un pitillo sin escuchar mi súplica y se recuesta en una tumbona mientras pide un descafeinado para aplacar su ánimo. Estar sin James le está provocando un estado de ansiedad que confío no tenga que conducirnos a los ansiolíticos. Se entretiene con el móvil cuando yo acuesto a los pequeños, los arropo y les deseo buenas noches. Alberto sigue en el salón frente al televisor ajeno a nuestras cuitas y nos deja hablar sin interferencias. Hay ocasiones en que estrangularía a Carlota, en especial, cuando rompe con suma tenacidad la calma que tanto me cuesta conseguir. Pero, qué le vamos a hacer. Cada uno tenemos lo nuestro y debemos aprender a soportarlo con resignación. También ella se ha alejado de los informativos; siempre tan funestos y aburridos. Las más de las veces tan sólo provocan ira y frustración. Así que, muerto el perro se acabó la rabia. Desconectamos los aparatos y nos sumimos en un tiempo en que la gente tenía un valor incalculable; en que unos pocos ayudaban a muchos a subsistir en la extrema dificultad; en que había quienes se preocupaban del bienestar del pueblo y se involucraban para su progreso. En fin, al tiempo en que Victoria se entregaba con pasión a la que hacía, amaba por encima de fronteras y afectuosamente confortaba a sus vecinos.
Carlota me relata la última noche que pasó en Londres. James la llevó a cenar a un emblemático restaurante del centro. Su nombre no me suena extraño. The Stornoway House, frente a Green Park. Recuerdo haberlo visto paseando camino a Buckingham por The Mall y me pareció un edificio soberbio. No obstante, su recuerdo me lleva al gobierno de Churchill y a informales cenas con sus ministros en los días del Blitz. Es por ello que saco una carta del bolsillo, enciendo la luz de la terraza y bajo su pálido resplandor comienzo la lectura que ha venido buscando mi Carlota:

Querido Andrew:
El cambio de actitud alemana ha modificado nuestras costumbres. Se acabaron los peregrinajes nocturnos a las bocas de metro. Ahora ocupamos las azoteas cuando se advierte del peligro y desde allí, observamos un cielo incandescente casi con indiferencia, sorteando las bombas incendiarias que llenan cada noche la ciudad de fuegos perpetuos. Los bomberos no dan abasto y los ciudadanos nos unimos en brigadas exhaustas, trabajando por el día en el quehacer cotidiano y por la noche convertidos en improvisados apagafuegos. No obstante, cuando la ciudad se tiñe de tinieblas y cogidos de la mano ascendemos a las azoteas auscultando un cielo tenebroso, hay un instante para la mística, para regodearse en el silencio que sólo rompen las sirenas. Pareciera que los niños callan sus temores, que los adultos rezan en voz baja y hasta los animales se guarecen en insonoras galerías. Un mar de escombros se extiende por doquier, las mismas bombas remueven la basura y en días de lluvia apenas alcanzamos a achicar el agua que se filtra por los decrépitos tejados. ¿Cómo podemos mantener la moral alta? Es un misterio. Pero aquí estamos, luchando cada jornada contra los fantasmas que nos acechan, refugiados en leves estructuras ideadas por Anderson primero y luego por Morrison, para que la vida se eleve entre las piedras con cada sacudida. El barrio es un erial y aunque las ayudan llegan, la destrucción se extiende por todos lados. Y en días de tregua, tememos por otros compatriotas que serán zarandeados en largas noches de insomnio por el eco lejano de los aviones que todo lo destruyen, Liverpool, Coventry, Glasgow...
En la generalidad, siempre surge lo insólito. Una mujer entrada en años camina llevando una vaca del ronzal calle adelante. Estamos en The Highway. Tras algunos pasos se detienen en los parterres y la vaca come algunos hierbajos al pie de los castaños. Los transeúntes la miran perplejos; algunos ríen, otros se encogen de hombros. Se ven tantas cosas inaúditas en estos días aciagos. Julen corre junto a ella y palmea a la vaca en los ijares, luego acaricia su lomo y mira a la mujer que le sonríe. Llegados a un portal, la mujer coloca un cubo que porta bajo el brazo y lo coloca bajo las ubres de la vaca que muge dolorida; en el escalón dejado por la acera se sienta Julen y observa el proceso del ordeño que tantas veces ha visto en el caserío de su infancia. El cubo lleva unas marcas con el contenido; cuando alcanza la primera la mujer se detiene, recoge el recipiente que le tienden desde la casa y vierte el contenido. Recibe algunas monedas y las guarda en el mandil. Julen se relame el bigote y como recompensa recibe una pequeña porción que él mismo acaba de ordeñar. La historia se repite varios días y en cuanto puede Julen se suelta de mi mano y se apresura a saludarlas. La señora huele a cuajo y nata fermentada, pero en esta época de escasez es agradable el olor de la leche. Sin duda ha hecho queso antes de servir entre las casas. Durante las jornadas siguientes también nosotros le adquirimos la leche de buena mañana. Sin embargo, hoy Julen ha llegado triste. Ha visto a la lechera llorando desconsolada. Al parecer, acostumbrados a la aparición repentina de los cazas en el aire e inmutable en su acontecer cotidiano, en una de las batidas alemanas, una bomba ha alcanzado un edificio anexo a la calle por la que discurría el pesado caminar de la Sra Jones, tal es su nombre. Ha reventado un lateral de la casa y la pobre vaca ha recibido el impacto de lleno. Gracias a ella la Sra. Jones ha salvado la vida y apenas unos cortes en las piernas han quedado como secuela del acontecimiento. Sin
embargo el daño moral ha sido inmenso, al cariño profesado al animal, hay que sumar el grave perjuicio económico que le provoca por cuanto su sustento diario ha desaparecido, añadiendo la pérdida de su carne, dañada por las esquirlas e incomestible. Intento hacer comprender a Julen que la pobre vaca ha sido la salvadora de su amiga y que el mejor servicio que le pudo prestar fue sin duda entregar su vida por la de su dueña. Aunque apenas le calma sé que entiende lo que le digo. La noticia corre de boca en boca por el barrio y los niños ríen divertidos imaginando la escena de la vaca sobrevolando los cielos de Londres, mientras los adultos nos embarcamos en una colecta que palie en parte la desgracia de la Sra.Jones. Ha pasado algún tiempo desde que la vimos y hay quien dice que volvió a su granja en las afueras; otros que no pudo soportar la pérdida de su vaca. Le deseo lo mejor donde se encuentre.
Estas anécdotas salpican nuestras vidas de divertidos momentos dentro de la desgracia y a veces la fortuna o el infortunio marcan con ligereza la línea entre la vida y la muerte. Hechos milagrosos jalonan la vida londinense con aparente indiferencia. La guerra se vuelve monótona y la gente recurre a la imaginación desdeñando los más arduos peligros. Como el gran número de gente que se congrega en el Embankement para observar sobre el lecho del río el espectáculo nocturno de las bombas cayendo indiscriminadamente en todos los puntos de la ciudad. Hay un riesgo a perder la vida incalculable; pero ha perdido tanto valor en los últimos tiempos. De eso sabes bastante; siempre afrontando el peligro sin medir las consecuencias. Apenas quedan animales, víctimas también del holocausto y los niños corren tras ellos cuando los encuentran para ver los ojos apagados de aliados en la desgracia. Todos vagando por un mundo sin rumbo. Como tú mismo al otro lado del mar separador. Aún no te alcanzo a ver y tanto lo deseo que para mi la vida carece de sentido si no llegas. Tuya en la distancia. Victoria, Londres a 27 de septiembre de 1941.


A veces las anécdotas y las casualidades rondan nuestra existencia para transformalra con un  golpe de magia. El éxito y el fracaso puede medirse en un efímero instante en que la fortuna sea favorable o desfavorable. Me pregunto por qué nos empeñamos en impulsar el infortunio con nuestros actos. Y esas pequeñas cosas que nos pasan desapercibidas de continuo, adquieren valor en puntuales instantes de la vida, y nos hacen reír o avergonzarnos, dependiendo del destino a que nos lleven. Una casualidad trajo a Victoria a mi vida; otra llevó a James hasta Carlota. Y aquí y ahora, las dos sentadas bajo las estrellas, encontramos en su esencia que algo ha supuesto de esperanza. No nos miramos pues tenemos los ojos puestos en las estrellas que titilan en un pletórico firmamento. Un avión comercial parpadea intermitente en el solaz del cielo. Carlota enciende un cigarillo, inhala profundamente y un suspiro escapa de sus labios.




Margot Salinas aparece en escena cuando más falta me hacía. La llegada de estos primeros días de calor han provocado una pequeña revolución doméstica con cambios de vestuario en niños y adultos, lavadoras, armarios y cajones. A la sorpresa incial se ha unido un agradecimiento sincero, ya que gracias a su fidelidad al blog he podido recibir una valiosa información que ahora comparto con vosotros. Esta chilena afincada en Buenos Aires ha seguido la pista durante años, en una ardua labor periodística de investigación, a archivos descatalogados de los extintos países de la Europa del este. Su portentosa memoria la ha llevado a 1970 y a un reportaje realizado por la radio nacional checa sobre distintos personajes que sufrieron la deportación en Praga durante la Segunda Guerra Mundial. Como podéis imaginar, entre ellos, está nuestra protagonista Suri Murray, ya con su nombre de adopción confirmado. Habla un locutor y según transcribe Margot esto es lo que cuenta:


La llegada de Suri Vilovitz a Praga ha venido envuelta en la persistente niebla que se cierne sobre ella. Apenas se ve a dos metros. No obstante, y pese a su prolongada ausencia, parece moverse con desenvoltura entre los callejones de la Ciudad Vieja por la que le llevan sus pasos. Se detiene con frecuencia en edificios añejos que parece reconocer y prosigue un lento caminar sobre los adoquines sueltos de la calzada hasta la puerta del Grand Hotel Europa, un bello edificio con decoración Art Decó, próximo a los puntos más interesantes de la ciudad. En su puerta pierdo el contacto visual. Va envuelta en una gabardina ocre y un pañuelo sobrio cubre sus cabellos apenas vislumbrados; tiene cuarenta y dos años y su figura es alta y estilizada. Se registra y se retira a su habitación. A la mañana siguiente la recojo en un taxi y charlamos de cosas banales antes de llegar a la emisora. Por el camino me hace dar un rodeo y nos detenemos en la Plaza Vieja, donde compra unas flores. Su mirada es apagada. Una pátina de tristeza la envuelve, a juego con el día gris que hace. Llegados al Barrio Judío me indica que la deje un momento sola, instante que aprovecho para tomar un café. A través de sus ventanas la veo entrar en la sinagoga Pinkas, en Siroka 23, junto al cementerio judío y aunque sólo un momento, se para a leer algunos de los nombre de los judíos checos asesinados por los nazis. Reza durante media hora y a la salida me insta a una última parada; la iglesia de San Cirilo en la Ciudad Nueva. No tiene que decirme nada. Se ha convertido en lugar de culto; bajo el relieve donde constan los nombres de los héroes que participaron en la operación Antropoide para asesinar a Heydrich, deposita con delicadeza el ramo de flores, murmura algo entre dientes y salimos pausadamente hasta la emisora. Frente a mi, con una mesa de por medio, su piel traslúcida me muestra una vejez incipiente, teñida de rubio, con unas grandes gafas de sol que ocultan sus ojos, cruza las piernas y se dispone a contarme alguna de las curiosidades por las que la llamé.
Entrevistador:¿Su nombre?
Suri: Suri Murray.
Entrevistador: ¿Es el verdadero?
Suri: Es el que tengo. Hace mucho tiempo me llamé Vilovitz. El tiempo lo ha borrado de mi memoria.
Entrevistador: ¿Cómo ha encontrado su ciudad natal?
Suri: Vieja y algo sucia. Pero mantiene ese halo romántico que le dan el Moldava, los puentes y los edificios clásicos del centro. Las afueras sólo las he visto por los cristales del taxi que me trajo del aeropuerto. No tengo más referencias.
Entrevistador: ¿Qué recuerda de su infancia?
Suri: No mucho, la verdad. Grabados tengo los días previos a mi partida y el infierno en que se convirtió la ciudad con la entrada del nacionalsocialismo alemán. A mis padres en la estación agitando los pañuelos al viento llorando inconsolables mientras el tren se deslizaba por raíles de desesperación. A otros niños, como yo, que lloraron durante horas en los vagones, ovillados sobre sí mismos, anclados en el dolor absoluto. Poco a poco, el sueño, el hambre, la desesperanza.
Entrevistador: ¿Y de los años posteriores a su llegada a Londres?
Suri: La guerra siguió; el recuerdo me sumió en una pesadilla interminable. Pero triunfó el amor.
El de aquellos que me acogieron con devoción, que me colmaron de atenciones y de cariño. Más que hechos concretos, me vienen a la memoria las sensaciones que sentí a su lado. Nunca más sola; permanentemente observada para hacerme llevadero un porvenir renacido. Las caras alegres de los míos aún nadando en la tristeza. En fin, un universo de calidez familiar como nunca más llegué a conocer.
Entrevistador: Hábleme de ellos
Suri: Imposible transcribir en unas líneas cómo eran y lo que significaron. Durante aquellos días aciagos fueron la columna sobre la que asentar un futuro de esperanza. Formábamos una curiosa familia, mi madre adoptiva, Annie, mi hermana, casi madre Victoria,con su pequeña hija María del Carmen y su hijo de adopción Julen, otra víctima de la sinrazón. Así hasta octubre de 1941, cuando regresó Andrew, el marido de Victoria. Un muerto renacido.
Entrevistador: ¿Cómo fue aquello?
Suri: Fue un episodio extraordinario en nuestras vidas. No por esperado, menos intenso. La aparición de Andrew en la residencia de Wipping Lane supuso una conmoción sin precedentes, más si cabe que el bombardeo continuo y machacón alemán. Todo se vino patas arriba. Eran las tres de la tarde y mientras los niños jugábamos tras el almuerzo, las mujeres, Annie y Victoria, descansaban previo a las ocupaciones de la tarde. Sonó el timbre como un aldabonazo y todos giramos las cabezas hacia la puerta. Un escalofrío recorrió nuestro espinazo; y así, entre las penumbras del zaguán, apareció la figura del padre de María del Carmen. Aún antes de abrir la boca, Victoria balbuceó su nombre y rompió a llorar, los demás quedamos en pie, inmóviles como estatuas, sin saber cómo reaccionar. Sólo Annie dió algunos pasos para situarse próxima a Victoria. Vi cómo sonreía llena de emoción, me aproximó a su regazo y me susurró al oído el nombre de Andrew. Lo que ocurrió a continuación fue un torrente de lágrimas, de risas, de voces superpuestas, de besos y carantoñas. Como si de una aparición se tratase todos rodeamos esa figura envuelta en un traje demasiado fino para el clima de Londres, a la que no le dejamos quitarse ni el sombrero y que no daba abasto para mirar en todas las direcciones. Las manos de Victoria asían las suyas como eslabones indisolubles, María del Carmen se abrazaba a las piernas de su madre, Julen guardaba una discreta segunda fila y nosotras, ni siquiera sabíamos qué hacer. Las cosas se fueron calmando paulatinamente y hubo tiempo para el sosiego. Dejó una bolsa que estimé muy ligera para una estancia perdurable. Colgó el sombrero en la percha de la entrada y tomando a Victoria del brazo se sentó en un gastado sillón de la sala. Miraba emocionado a su hija, quien perpleja se dejaba hacer más llena de curiosidad que de afecto hacia aquel al que debía llamar papá. En su desconocido rostro se percibían matices de la niña, el color del pelo y el brillo de sus ojos, la blanquecina piel y un cierto aire ausente. El tiempo transcurrió raudo en una conversación ágil que nos llevó desde España a los campos de Francia y desde allí a las calles de París, para desde el Canal de la Mancha, cruzar a tierras londinenses. Aparecieron nombres de camaradas, unos vivos, otros muertos, así como lugares de los que no había oído hablar. Nosotras nos pisábamos la conversación y narrábamos estos aciagos años que nos había tocado vivir. Los pequeños no conocían otras circunstancias, pero al menos yo, todavía recordaba una vida feliz en un cercano pasado. Lloré contemplando una familia recompuesta cuando la mía había sido hecha pedazos. Me refugié en Julen, tan huérfano como yo en esos instantes y quizás nunca nuestra cercanía fue tan palpable. Andrew había abierto un abismo que nos costaría cruzar y vi a un niño desvalido que debía ser consolado.
Siempre tuve a Victoria por una mujer sabia y sensible y en aquella ocasión no me defraudó. Nos puso en formación a los tres y junto a Annie, con quien Andrew tuvo claras muestras de cariño por su pasado en el conflicto español, nos presentó como sus hijos, sin distinción de origen. Ante nuestra cara circunspecta, Andrew soltó una sonora carcajada dándose cuenta de que había pasado de ser pareja de Victoria a padre de familia numerosa. Nos sentimos acogidos al instante en el azul de sus ojos, sincero y afectuoso. Un poso de tristeza ensombreció el instante; súbitamente nos informó de su obligación de ausentarse en muy cortas fechas, tanto que Victoria puso el grito en el cielo y luego se derrumbó en el sofá llorando desconsoladamente. Hasta aquí el inolvidable momento que viví, porque de inmediato Annie nos cogió a Julen y a mí de la mano, tomó un pequeño hatillo con alguna pertenencia y salimos a la calle cuando empezaba a anochecer. Lo que pasó entre esas cuatro paredes tras ese instante y en días venideros será algo que deberá preguntar a María del Carmen, si es que recuerda algo.
Entrevistador: ¿Volvió a verlo antes de su partida?
Suri: Los bombardeos prosiguieron durante semanas; y en los días siguientes no estuvimos cerca del East End por lo que Andrew desapareció de nuestras vidas, como había llegado, como un espectro surgido de las sombras. Algo nos contaría Victoria. Pero de eso ya no fui testigo.

Este fragmento es cuanto pudo rescatar Margot. No obstante se lucha en el laboratorio para recomponer los pedazos de su continuación. La promesa de que me la hará llegar si obtiene éxito me llena de esperanza. Al otro lado del océano se ha establecido un vínculo con Victoria. Seguimos ávidos de su historia. Rebuscaré en el libro de sus cartas por hallar la promesa de su resurrección.





El bochorno y las tormentas se suceden a partes iguales. Todavía no ha entrado el verano y ya la primavera muestra unos rigores difíciles de soportar. Sin embargo, algo se mueve en nuestro interior. Con estos calores la sangre nos hierve al despojarnos de los abrigos y chaquetas. Viene el tiempo de la desinhibición, de otorgarle a la naturaleza su lugar: adornamos de flores los jardines, estampamos nuestra ropa e incluso nos descubrimos la sonrisa sin venir a cuento. Volvemos a descubrir nuestra femineidad y masculinidad adormecidas. Reverdece el espacio que nos rodea y la luz da nitidez donde antes sólo había tinieblas. Los colores cubren con su extensa paleta un mundo nuevo, rejuvenecido. ¿A qué viene esto os preguntaréis? Pues os lo voy a contar:
Carlota se encontraba en Londres de fin de semana, ahora aprovecha cualquier ocasión para salir a la carrera para encontrarse con su amado James. Hace bien, pues no tiene ligaduras que la amarren a un puerto sórdido y rutinario. No es que envidie su proceder, pero algo subyace bajo mi cínica sonrisa cuando la conduzco al aeropuerto, con lo puesto y un ligero trolley como único equipaje. Agitando la mano absurdamente desde los amplios ventales del aeropuerto, - de sobras sé que su vista andará perdida entre las nubes en cuanto separe las ruedas de la pista-, la veo partir: eufórica, llena de emoción, vitalista y segura. Y sin darme cuenta pongo mi mano sobre mi pequeño bolso, acaricio su piel como a un pequeño cachorro y de reojo observo en su ligera abertura las envejecidas hojas del libro de Victoria. En la misma cafetería del aeropuerto, con un puñado de clientes diseminados por las mesas sin recoger, pido un martini con una aceituna y me siento tranquila a leer la siguiente carta:

Querido Andrew:
¿Qué puedo decirte tras tu partida? ¿Qué contarte de esos pocos días que permanecimos juntos? Al menos te llevas el sabor de mi piel en tus labios. Durante algunos días recordarás con pasión la tibieza de mi cuerpo, el olor de mi pelo y el tacto de mis manos. Me has dejado más sola que antes, con tu aroma en mis sábanas y tus huellas horadando mis muslos. He recobrado mi capacidad de llorar; asomada a la ventana de la cocina te he visto subir al coche que te ha recogido. No te has vuelto. ¿Por vergüenza? ¿ Por miedo a no poder partir? Sea como sea, he visto la estela perdiéndose en la distancia, enhebrada en la maraña de una circulación densa. No he tenido fuerzas ni para gritar tu nombre, ni para alzar la mano. Tumbada en la cama durante un rato he recobrado la compostura y he recordado estos días contigo. ¡Qué gran felicidad me ha embargado! Desde el mismo instante en que te vi parado en el dintel de la puerta, con tu fino traje gris, tu sombrero ladeado, los zapatos mal acordonados y una corbata descolorida, la vida volvió a inundarme. Me hubiese desmayado en tus brazos, fundida en un beso del que no quise desprenderme, aferrada a tí como a un salvavidas en medio del océano. Desapareció el mundo y la guerra. Por un momento se detuvo el tiempo y fuimos dos adolescentes en el cenit de su pasión. Y poco a poco, ese tic tac que me hizo soltar amarras, que envolvió la realidad de un tiempo en blanco y negro, del que surgieron los seres que nos aman. Nuestra María del Carmen, tan perpleja como yo misma, mirándome con gesto extraño mientras te presentaba como su padre; y ese beso dulce y tierno que le dedicaste. Nuestro adoptado Julen, que se acercó a estrecharte la mano dubitativo y cabizbajo y al que correspondiste con un abrazo efusivo y vigoroso. Mi querida Annie, en cuya sonrisa encontraste ecos del pasado y a la que de nuevo agradeciste su tesón y dedicación. Y a Suri, esa frágil muchacha surgida de las sombras de una Europa por la que volveré a perderte, y a la que dedicaste tu lado más paternal. Todos en el centro de una estancia que se estaba quedando pequeña por momentos, un fotograma inaudito y personal, puesto en movimiento por el vaivén del reloj.
Esa primera noche nos quedamos solos con María del Carmen; Annie se encargó de que así fuese, una vez dormida la pequeña. Te quedaste con ella mientras salía a la carrera para hacerme presentable. Annie me prestó el brassiere que me quitaste con delectación, te ensuciaste las manos con el tinte de mis piernas y con suavidad me desprendiste de la ropa que con tanto esfuerzo me procuré. Afuera sonaban las sirenas, rugían los motores en el aire y silbaban los cañonazos en las terrazas anexas. Pero yo nada oí. Sólo tu respiración agitada pegada a mis oídos, tus susurrantes palabras acariciando mis labios en besos eternos, tus dedos hurgando en mi alba carne. ¡Fue tan fugaz el tiempo en esa noche! Quise detenerla cerrando los ojos con fuerza, apurando cada sorbo de aire en las tinieblas de una casa en penumbra iluminada por los fulgores de las vecinas bombas estallando en calles adyacentes. Desdeñando la vida; entregados en un frenesí que se prolongó durante horas y del que exhausta me levanté por la mañana. Mi sonrisa era radiante, mi cuerpo recién lavado temblando de emoción a cada paso; mi interior sacudido por descargas de placer. Y así continuó el mundo girando sin desmayo. A ese primer encuentro siguieron otros en noches sucesivas en las que abandoné el pudor y me entregué sin reservas hasta cotas de felicidad sin límite. Tan apenas recuerdo las palabras, sólo quedan las sensaciones flotando en el ambiente. Annie lo percibió con fina cortesía, puso su mano en mi desnudo brazo y soltó una enorme carcajada que me hizo enrojecer de inmediato. Ahora puedo contártelo porque estás lejos, ya no afronto la timidez de tu presencia El resto lo conoces. Formamos una familia variopinta a la que te has adaptado con rapidez, sin duda sabedor de que tu partida te liberará del arduo trabajo de su mantenimiento. Has prometido ayudarnos a cubrir nuestras necesidades. Pero, ¿y las mías? ¿y la necesidad de tenerte cada noche para no amarte en la distancia? Disculpa mi enojo, corren tiempos convulsos y la pasión ciega mi entendimiento. Lloro, lloro y lloro tu ausencia, pero te amo, como jamás volvería a creer hacerlo. Tuya en la distancia. Victoria, a 12 de octubre de 1941.

El martini apenas me ha durado dos sorbos. La he leído de tirón y casi sin respirar, agitada por una intimidad que no esperaba discernir entre sus líneas. Descubrir un mundo de pasión en fechas tan comprometidas me ha llenado de zozobra. Ciertamente el amor siguió triunfando sobre la sordidez de la guerra; los furtivos encuentros, los besos robados al destino, las caricias en los subterfugios de la razón, todo ello perduraría pese a lo imponderable; pero no por ello dejo de pensar qué ajeno mi entender a lo que aconteció en el fragor de la lucha. Al fin y al cabo, un hombre y una mujer, con las pulsaciones a cien tras tanto sufrimiento, recobrando un tiempo que ya no volverá. No puedo por menos que evocar a Carlota, y observando el cielo azul sobre el árido horizonte, imagino su encuentro con James; ambos fuertes y maduros, trazando sobre cuerpos desnudos la tiranía de sus deseos.
Sobre las finas sábanas de algodón dos cuerpos descansan en la aurora. James duerme profundamente cruzando un brazo sobre el pecho de Carlota; ella se desliza bajo su cuerpo y desnuda atraviesa la habitación hacia la terraza que da a la calle. Entre los visillos la ciudad emerge al nuevo día. Carlota enciende un pitillo y abre la ventana. Allá a lo lejos, al otro lado de Tower Brigde, por el camino por el que discurre plácido el Támesis una voz la llama en sintonía. Victoria es su gemela, pero Carlota no lo sabe. Yo sí, pero hoy me callo, sacudida por una envidia pasajera.


Carlota ha venido hecha un basilisco; es tan visceral que a veces me pone nerviosa. Está encantada de la vida desde que casi pasa más tiempo en Londres que en España. Revolucionadas sus hormonas con la crisis de los cuarenta apenas encuentra sosiego en sus pocos instantes de soledad, así que con celeridad se ha presentado en casa para ponerse al día. Calmo su ímpetu y la invito a entrar antes de despertar la curiosidad en los vecinos. Toma asiento y me da cuenta de su indignación. ¡Ya no le quedan moscosos que gastar!. No tiene nada más que decirme. Cuando regresas a España tras unos días de estancia en el extranjero y abres los periódicos o enciendes el televisor en las horas de los noticiarios, se te abren las carnes. Corrupción, leyes intolerables, enfrentamientos políticos, desahucios,  parados. La leyenda negra nos persigue. Parecemos el país de tócame roque, aquí cada uno hace lo que le place a poco que tenga un margen mínimo de poder. Los banqueros van a la cárcel, los políticos debieran acompañarlos, los nobles ocupan las salas de los juzgados como simples delincuentes; incluso la monarquía está en entredicho. Y si los que más tienen se lían la manta a la cabeza y se arriesgan al escarnio y a la vergüenza por un puñado de billetes, qué no haremos el común de la gente. Comprendo a Carlota.
De un tiempo a esta parte intento hacer comprender a mi familia el valor de la honestidad, de la solidaridad, de la libertad. Justo todo aquello que se cercena cada día desde las más altas figuras de la sociedad y ellos me preguntan si está bien lo que leen o escuchan. Y yo, con cara de circunstancias, más dolida que extrañada, les digo que no. ¿Y por qué lo hacen? insisten. Sobre eso no tengo argumentos con los que hacerme entender. La educación, la formación y los valores los intentaré transmitir con dedicación. Tal vez no lo consiga. Pero en ello radicará mi éxito como madre.
Carlota entra en la letanía de la denuncia, en ese rosario de improperios hacia quienes nos hacen la vida más difícil. ¿Dónde quedaron la libertad crítica, la individualidad, el razonamiento?, ¿Dónde la espontaneidad, el interés y la autonomía? ¿Qué hacemos con nuestros jóvenes adocenados privados de propia voluntad? La ilusión por el conocimiento, por descubrir un mundo nuevo cada día, parece cosa del pasado. Y así, mirando por el retrovisor del tiempo, descubro en mi memoria las semejanzas con Victoria. Y esos primeros días a la vida.

Querido Andrew:
Poco a poco todo vuelve a su cauce. Tú permaneces lejos, pero vives, sin duda enamorado, tal cual evoco los instantes previos a tu partida. Annie, empachada de dolor, se entrega al trabajo para no pensar en Thomas; y yo faeno cada día más por un poco menos de recompensa.¡ Qué le vamos a hacer! La vida se ha puesto así y toca apechugar. El nuevo mes ha traído novedades que cuando menos dan alegría a nuestras míseras existencias. A vueltas con la educación y sus secuelas. Me temo que esta guerra suponga un atraso en los conocimientos de las nuevas generaciones, tal como ocurrió con las crisis financieras y la Gran Guerra apenas olvidada.
No obstante, hoy ha sido su primer día y tengo un nudo en el estómago. Veo a María del Carmen tan menuda. Con una cartera más grande que ella, sus gastados zapatos dando pequeños pasitos a lo largo de la calle. Las piernas al aire pese al fresco de la mañana y un cardigan adquirido en un mercado de segunda mano. He estirado su rebelde melena hasta hacerle unas coletas y le he puesto un sandwich para el almuerzo;he recuperado un viejo lápiz de la tahona, una goma mordisqueada y alguna pintura casi en su final. Observo desde algunos pasos atrás, su caminar alegre y desenfadado, sintiendo que algo importante está a punto de suceder. Atravesamos el Camino de las Enaguas (Peticoat Lane), salpicado de cientos de tenderetes a lo largo de las aceras; los comerciantes anunciando su mercancía, y los transeúntes deteniendo sus pasos con frecuencia para preguntar un precio, adquirir el género o rechazarlo. Los viejos libros, las prendas usadas, las pocas vituallas surgidas del mercado negro. Todo tiene un sitio en el comercio frenético surgido de la pausa de una guerra que se aleja hacia las estepas europeas. Hay un cierto alivio aunque sintamos pesadumbre por los pobres rusos. Con un régimen autoritario nacido del poder omnímodo de Stalin, sumidos en la más absoluta de las pobrezas, con epidemias y hambrunas insoportables, deben hacer frente a la maquinaria de guerra más poderosa del planeta; y hacerlo sólo con el valor de sus desnudas manos, para proteger lo poco que les queda. Tan sólo en su esperanza, tal vez llegue el invierno descarnado.
La escuela es un bloque de ladrillos rojos envejecidos, horadada de grietas y agujeros en su fachada, de amplios ventanales recubiertos de maderos, una techumbre deteriorada y aulas que huelen a moho y humedad. Y a pesar de todo, la sonrisa de la niña es exultante,  proporcional a mi tristeza al dejarla en manos de viejos maestros adornados de métodos antiguos y ancestrales costumbres. Nuevas generaciones de docentes marchan al frente o se entregan en las labores propias de la guerra, dejando en manos de ancianos de mirada torva el provenir de cientos de pequeños que todavía no han salido del seno materno. A su lado camina Julen, expectante ante nuevos compañeros, juegos y diversiones; se enfrentará a una lengua que apenas balbucea, a inteligibles textos y a oscuros presagios. Pero se le ve resuelto, no muestra enfado ni disgusto y aún se permite convenir a su hermana sobre cómo comportarse. Al otro lado, Suri les acompaña. Ella no entrará. Regresará junto a mi para trabajar duro en el obrador. La veo desviar la mirada hacia los puestos de ropa y me da pena no poder comprarle algún capricho. Lo apuntaré en cosas pendientes. Quizás tú puedas traernos sus primera medias desde París.
La niña va riendo todo el camino, ajena a lo que la espera: disciplina, mano dura y un esfuerzo ímprobo. Gracias a Dios he ido instruyéndola en las primeras letras y en el conocimiento de los números y se defiende con un lápiz en la mano, pues es constante y avispada. Los vecinos salen a nuestro encuentro en circunstancias parecidas y se arremolinan en torno a otros mocosos, unos riendo, los más llorando pegados a las faldas de sus madres. Los adultos nos ponemos al día en las noticias propias de estos tiempos. Pareciera que todo volviera a la vida tras el constante bombardeo de los meses pasados. Tan sólo las descompuestas fachadas de los edificios, las escombreras en las esquinas, las jambas sin puerta de los edificios y los mendigos buscando en la basura, nos recuerdan que esto es un paréntesis, que no debemos bajar la guardia y que al otro lado del mar, los nuestros siguen luchando con dedicación por una libertad que debemos preservar a toda costa.
Llegados a la verja de la escuela, el rostro de María del Carmen ha cambiado. Sujetos sus hombros por mis manos, cara a cara ambas llorando, como si nuestra separación fuera permanente, nos hemos fundido en un abrazo y a punto he estado de cambiar de idea. ¡Mi pobrecita! ¿Cómo va a resistir si no ha salido de mis faldas? Temo que si me vuelvo me desdiga de mi idea, así que avanzo unos pasos, me giro, y la veo desaparecer entre otros niños, altos, bajos, gordos o delgados; una enorme masa de ilusión sin maldad plagada de inocencia. Te tuviste que ir tan pronto. ¡Cuánto me hubiera gustado que nos hubieses acompañado en este día! Te recuerda, no temas. Te nombra muchas veces aunque le cuesta acostumbrarse. Ya ves cómo es el día a día. Apenas salimos de las bocas de metro y en el fragor de los combates, la vida resplandece. No te olvidamos, ni tan siquiera un instante. Tuya por siempre, Victoria. Londres 17 de octubre de 1941.

Al otro lado de la estancia, mi marido remueve unos papeles. Busca algo con frenesí. Ha escuchado atentamente, como Carlota, el relato. Algo le inquieta. De pronto exhala un suspiro de alivio. Para sacarnos de nuestro estupor, aclara:
De repente he recordado que en esas fechas se produjo un bombardeo en una escuela de Inglaterra. Mi alivio ha sido al descubrir que se trataba de la población de Petworth en el condado de Sussex. Y además se produjo el 29 de septiembre. En su escuela fallecieron 32 personas, de ellos 28 niños. Conmocionó a la opinión pública. También a mi.”
Por un lado nos tranquiliza sabiendo a nuestros protagonistas a salvo. Por otro, nos causa una honda tristeza por esos inocentes. El dolor no tiene tiempo ni edad; nos vamos dando cuenta. Carlota mete la cara entre sus manos, se apoya en sus rodillas para levantarse y sale cabizbaja. ¡Pues vaya – le dice a Alberto- podías habértelo callado! Y cierra la puerta tras de sí.





Cuando suena el teléfono intuyo que es Margot quien me reclama. Carlota y yo acabamos de comer. Alberto no ha venido y los niños comen en el colegio. Así que estamos en el café, devorando golosas un bizcocho recién preparado. En parte se me ha atragantado. Lacónica suena una noticia en la radio que escuchamos con atención; no sabemos si forma parte de una novela o es un noticiario el que da cuenta de la historia, pero es sobrecogedora. A grandes rasgos relata:
Un hombre se levanta a las cinco de la mañana de la cama. Se afeita con parsimonia restregándose los ojos adormilados. Se viste y desayuna en silencio para no molestar al resto de la casa que duerme plácidamente. Cierra con cuidado y toma el coche para recorrer cincuenta kilómetros que separan su hogar de la fábrica donde ha entregado los mejores años de su vida. Ha vivido un sinnúmero de reivindicaciones y cree haber conseguido un conjunto de derechos que echada la vista atrás han significado sacrificios y humillaciones ante los patronos. Han cambiado las formas, los propietarios, ahora sociedades, pero el fondo es el mismo. Se han hinchado a ganar dinero. Le parece lícito, ¿por qué no? Hoy ha llegado y ha notado un ambiente frío y aséptico al cambiarse. Ha trabajado con esfuerzo rutinario durante ocho horas. Sin descanso, siempre en pie, a lomo caliente. Al salir por la barrera ha recibido un aldabonazo, un cañonazo en pleno vientre. En un folio doblado vienen descritas sus nuevas condiciones de trabajo.
Se levanta a las cuatro y cuarto de la mañana y sale sin afeitarse y mal desayunado. Ya no le importa hacer ruido y busca la parada del autobús que le acerque al centro, donde deberá hacer un transbordo. Ya no le llega para gasolina pues le han reducido el sueldo en un treinta por ciento. Sale con el uniforme de casa para no perder tiempo; ficha al entrar corriendo y le ponen un collarín como al resto de compañeros. Debe aumentar su producción sin el consuelo de la jubilación, aún muy lejana. Le han colgado una espada de Damocles con el despido como horizonte. Mira hacia el suelo cuando sale y tose el humo que durante horas se le ha instalado en los pulmones. No puede coger la baja aunque está enfermo. Descansa lo justo, cabreado con los suyos a los que instiga y aprieta sin percatarse.
Un buen día no consigue levantarse de la cama; le acosan los juzgados, el banco no le concede tregua, las amistades han huido y sólo puede ver su sombra en el alféizar de la ventana. A duras penas camina apoyado en los muebles hasta el balcón del dormitorio. Durante un momento se deja acariciar por la brisa de la mañana. Vive en un séptimo piso de un bloque formando una colmena. Toma aire y salta al vacío. No trasciende su nombre. Pronto será olvidado. La rojiza mancha de la acera quedará como testigo de su existencia. Se esfuerza el barrendero cada día frotando con fruición, pero no consigue nada. La huella queda marcada para siempre.


La crisis es esa ciénaga negra donde vamos cayendo de modo inmisericorde. Cada uno arrodillado a su manera. Sin más futuro que la claudicación. Como un espejo en que reflejar dos tiempos, al otro lado del teléfono Margot conecta la cinta con los retazos de la entrevista a que se sometió Suri en Praga. Es un tramo corrido, un islote en el océano. Y dice así:

Se ha subido al asiento trasero del coche, con la gabardina abrochada, el cuello levantado y las gafas de sol puestas. El día ha amanecido sin nubes y el sol se refleja en las copas de los árboles que flanquean nuestro paso. Tomada la autopista la veo moverse inquieta, cruzando las piernas y frunciendo el ceño, siempre con la mirada perdida en el horizonte. La dejo hacer. No quiero incomodarla con mis preguntas. Es tan elocuente su silencio, que me parece conveniente ni importunarlo. Apenas hay veinte kilómetros pero parece que se le hacen eternos. La circulación es densa alrededor de la gran ciudad, pero las primeras colinas se dibujan en un paisaje que nos acompaña al salir de la general. Pasado un promontorio, verdes campos de maíz y cereal se extienden ante nuestros ojos. En el cento, la torre de una iglesia nos indica el camino. Es un pueblo nuevo, de calles rectilíneas y fachadas pintadas; tejados a dos aguas en rojos y granates y en el centro, una pequeña plaza con bancos ocupados por mayores de huidiza mirada.
-¿Esto es Lídice?- Me pregunta.
-Lo es. Pero el actual.
Parece desilusionada. Al momento sus pasos la conducen al ayuntamiento local. Allí pregunta por unas señas y con gestos el edil nos indica una pequeña vivienda al final de la calle. Al llegar, una vieja señora que se sienta en una silla de anea frente a su puerta se levanta. No es frecuente que los extraños se lleguen hasta el pueblo. Saluda cortésmente y llama a alguien en el interior. Una voz responde desde dentro y nos hace pasar.
Es Jirina. Jirina Mikova. Su madre sirvió en casa de los Vilovitz antes de la Guerra. Una avanzada edad no es impedimento para manejarse con habilidad por una casa de dos plantas, ocre, con grandes ventanales que se abren al parque arbolado del exterior. Nos conduce dentro y se queda parada frente a Suri; las cataratas ciegan su visión y a pesar de ello, musita con timidez el nombre de Vilovitz. En efecto, la ha reconocido en cuanto se ha quitado las gafas que cubrían su rostro. Las lágrimas brotan en ambas mujeres y su emotivo abrazo consigue conmoverme. Repiten sus nombres una y otra vez, se cogen de las manos, niegan con sus cabezas y se besan las arrugas de sus ajadas mejillas.
– ¡Suri, oh Suri! -repite Jirina- ¡Estás viva!
Estoy siendo testigo de una historia que se creía enterrada, el reencuentro de dos mujeres que ni por un momento soñaron volver a verse.
- Sentaos, por favor, os traeré algo para tomar. Y desaparece en la cocina. Suri me hace una seña con la cabeza para que no me precipite, comprenderé todo a no tardar mucho.
El pequeño cuerpo de Jirina se recuesta en un butacón frente a nosotros. Suri la exhorta a que nos cuente qué pasó en 1942. Se lo pide con delicadeza. Sabe que los recuerdos abrirán viejas heridas; pero quiere saberlo de primera mano, contado por quizás la única persona que regresó a Lídice tras aquello. Vive sola. Esperando un final natural, plagada de dolores físicos y psíquicos y rodeada de vecinos ajenos a su pasado. Suri lo intuye. Se ha instruido. Y la deja hablar.
- Esa noche (9 de junio) nos acostamos con el miedo de cada anochecer. Nos apretujábamos en los jergones de paja tapados hasta los ojos y escrutábamos los sonidos de las tinieblas. No había amanecido cuando se escuchó el estruendo de los coches y motocicletas adentrándose en las polvorientas calles. De esos vehículos bajaron los oficiales y suboficiales de la policía y la Gestapo, mientras la tropa descendía de los camiones. Todos daban grandes voces. Los intérpretes acompañaron los gritos con empujones haciéndonos salir de las casas a la plaza. La gente fue percatándose de lo peligroso de la situación. Puñetazos, empujones, culatazos de las armas, patadas para sacarnos al exterior. Tiraban todo a su alrededor, buscaban cualquier indicio de habitantes en las distintas estancias de las viviendas. Fue todo tan rápido... -Jirina ha comenzado a sollozar, pero su voz se mantiene firme- Nos separaron. Las mujeres y los niños fuimos conducidos a la escuela y a los hombres los agruparon en los muros de la iglesia. Casi nadie protestaba. Yo me abrazaba a mi madre y a otros niños en mi misma situación: Josef, Vaclav, Miloslav. Todos temblábamos de miedo; algunos se orinaron encima. El hedor comenzó a hacerse insoportable. Al poco tiempo las detonaciones restallaron el aire, cesaron los gritos y los gemidos, el silencio se adueñó de nosotros. Quedamos paralizados hasta la siguiente ráfaga. En cortos intervalos se iban sucediendo las descargas. Alguien lo dijo en voz alta. ¡Los están matando!¡Los están matando a todos! Entonces empezaron los aullidos, los empujones sobre las pesadas puertas, los desconsuelos absolutos. Nada podíamos hacer, salvo rezar. En algún ángulo oscuro de la escuela se comenzó una letanía, interrumpida por los fugaces momentos de los fusilamientos. Los colocaban por delante de los que caían hasta que la tierra pareció un campo sembrado de cadáveres. Eramos unos quinientos, de los que doscientos hombres caerían esa noche. Luego vino la destrucción gratuita.
Se quemaron los edificios, se roturaron las calles, se echó abajo el tendido eléctrico, las canalizaciones, todo cuanto estaba en pie se abatió. La escuela fue lo último que ardió y se vino abajo con estrépito. A nosotras nos subieron a los camiones contemplando los bulldozer apilando a los muertos como leña cortada. Hicieron una fosa y los enterraron. De allí a Ravensbruck fue un sinfín de lentas agonías, de intenso sufrimiento, de extremos padecimientos que no hicieron sino aumentar en nuestro destino. Nos arrancaron a los hijos de los brazos. A cada día deseé la muerte que a otros les llegaba, y cada día volvía a la vida. Me quedé literalmente en los huesos que hoy me sustentan, se vació mi mirada y se secaron mis manos. Pero no moría. Tres años minaron mi voluntad, mi resistencia hasta límites insospechados y cuando al fin me liberaron, contemplé un guiñapo en el espejo, lo que otrora fuera un ser vivo se había convertido en un cadáver ambulante. El tiempo me haría recobrar la razón y alguna de las fuerzas. Ningún vecino regresó jamás salvo yo misma. Se construyó el memorial, se hicieron innumerables homenajes, se esparcieron flores por doquier. Ni siquiera nos quedaron los recuerdos. No pudimos despedirnos, ni rezarles, ni llorarles, angustiadas como estábamos por nosotras mismas. Pasaría mucho tiempo en el campo de exterminio implorando las duchas, odiando hasta el paroxismo todo lo que simbolizaba el nazismo, acurrucada en un rincón, envuelta en los harapos en que quedaron convertidas mis prendas. Muda.
Tú, Suri me has recordado lo que fui y te lo agradezco.
Suri le cuenta su experiencia en Londres, le habla de una vida de sufrimiento, pero también de esperanza entre su nueva familia; de dedicación por recuperar la memoria. Por eso estamos aquí, las manos en las rodillas, las espaldas separadas del asiento, hilvanando el hilo de voz que sale de labios de Jirina, espectadores del espectro que quedó de un pueblo arrasado en unas horas, del que no quedó sino el recuerdo, poco más.
Cuando la dejo en el hotel es la viva imagen de la desolación, del desconsuelo. Me abandono en mi cuarto en tinieblas y trato de poner orden a las palabras de Jirina. Quizás mañana pueda seguir preguntando a Suri por su existencia, hoy no tengo fuerzas. Lídice suena en mi cabeza.

Horas más tarde Alberto me explica que en represalia por el asesinato de Heydrich en Praga cuatro días antes, Hitler decidió aplicar un castigo ejemplar. Sospechoso Lídice (y junto a él otros pueblos) de amparar partisanos, se le condenó a desaparecer, literalmente. Lo que ocurrió lo ha contado Jirina Mikova y se recuerda en los libros de historia. Carlota piensa en Jirina cuando sale y en el anónimo que no venció a la pesadumbre. Vendrán tiempos mejores, pero la espera será larga.


Me ha llamado desde París. No podía creérmelo. Se ha largado sin preaviso. Así es ella de imprevisible. Carlota me parece sublime. Ha llamado a James, está libre estos días y ha ido a encontrarse con él en la Ciudad de la Luz. Que si la primavera, que si el fondo de armario, que si los bistrots. Bla,bla. Ha ido a lo que ha ido y punto. Sus encuentros en el Scribe están llenos de sutilezas por lo que me cuenta, de paseos en albornoz por la habitación, de furtivas miradas entre los visillos auscultando el pálpito de la ciudad, de terrazas al sol y vino blanco. Envidio otro tiempo de paseos por las Tullerías, de aperitivos en el Barrio Latino, de colas frente a los museos y de moda en los escaparates. Esos encuentros ardientes de amantes en la sombra, de clandestinas citas en hoteles de ciudad, me provocan un escalofrío de emoción quizás un tanto enterrado en la rutina del matrimonio. Y al escuchar de labios de Carlota sus devaneos, no puedo por menos que pedirle prudencia; pues no en pocas ocasiones la felicidad se torna en pesadumbre, la dicha en tristeza y la alegría en dolor. Esta montaña rusa que es el amor, con vertiginosas subidas y bajadas, requiere del sosiego, de la calma tras la batalla. Tal vez esta reflexión venga de mano de Victoria, cuya última carta aún pendula en mi cabeza; y al ver las semejanzas entre ellas los celos me consumen. El momento, ese momento fugaz que no retorna, hay que aprovecharlo. ¡Siente, Carlota! ¡Cómo sintió Victoria en un pasado muy lejano! Abro de nuevo el libro, y releo lo siguiente.

Querido Andrew:
Cuando me pediste que acudiese a tu encuentro en París no lo pensé ni por un momento. A pesar de tus constantes idas y venidas, dejé a María del Carmen y Julen al cuidado de Annie y subí en ese avión destartalado que al amparo de la noche salió de Londres oculto entre las nubes de un mes de junio. Cuando te vi, envuelto en una gabardina, esperando mi descenso, me creí la mujer más feliz del mundo. Tan sólo abriste la puerta, me arrojé a tus brazos, ansiosa de tus caricias para amarnos hasta rayar el alba. Fui por unas horas pero el destino es caprichoso.
Las primeras salidas por las calles aledañas al One Two Two me mostraron la crueldad de una ciudad ocupada. Los alemanes sentados en las terrazas de los cafés, en las orillas del Sena, comprando en los mercados y las tiendas, recostados en los parques y jardines. Los parisinos arrendatarios de sus propias vidas. Y pese a ello la ciudad parece tener un ritmo normal. Las tiendas permanecen abiertas casi en su integridad, los niños disfrutan del buen clima en juegos al aire libre y ríen con alegría. El mercado de Les Halles se llena cada mañana con los carritos de los vendedores cargados de frutas, verdura y algo de carne. Por los grandes bulevares, las señoritas pasean mostrando sus largas piernas en ajustados trajes coronados por llamativos sombreros. Como ves, he aprendido a mirar la guerra con ojos de espectadora; aunque en la isla, lejos de sus blanquinosos rostros, de sus planchadas guerreras y de sus maneras petulantes, sentimos que resistir es vivir. No puedo sentir los mismo en París.
¿Recuerdas el equipaje reposando a los pies de la cama?. Esa noche decidimos no salir, así que comimos algo frugal en la habitación y nos tumbamos abrazos esperando la alborada. Nos dormimos tarde, sin darnos cuenta de que las calles de París se convertían en un hervidero de soldados y vehículos en pos de una población temblorosa y aterrorizada. No olvidaré esa noche del martes 16 de junio mientras viva. La operación “viento primaveral” surgió como un huracán de las entrañas del Marais, la Rue des Rosiers se convirtió en un peregrinar de familias empujadas a los camiones hacia un destino pavoroso. De inmediato intuí que mi viaje había sido cancelado. Te ausentaste durante horas para volver acompañado de Margueritte y de la pequeña Sara; ambas arrancadas de manos de los gendarmes en el último instante. De cerca vieron la persecución de los suyos a lo largo y ancho del barrio judío, escondidas en las sombras de la noche, en soportales cuyos ecos mostraban su lado más terrible; con lo puesto y el pavor reflejado en sus rostros.
Envueltas al amparo de la noche escucharon los terribles golpes en las puertas, las botas cabalgando sobre los escalones y los furibundos gritos de los agentes.
Fueron horas eternas que se prolongaron hasta entrada la tarde. En silencio, cogidas de la mano, implorando en su mirada una ayuda que por supuesto les iba a prestar. Se los están llevando al “velódromo de invierno”- dijiste. Tan sólo les dejan llevar una manta, un par de zapatos y dos camisas. Las filas en las calles son interminables. Pese al calor llevan largos abrigos donde pende una estrella amarilla. Familias enteras hacen cola para subir en los autobuses que los vomitan en el velódromo. ¡Dios, son los propios gendarmes franceses los que se están haciendo cargo de la operación!
Permanecimos todo el día con el oído pegado a la puerta temiendo lo peor. No obstante, abajo todo parecía seguir su curso natural. Cuando el silencio se hizo, llegó nuestro turno. Salimos a las calles adoquinadas intentando evitar los ruidos de nuestros tacones. Fueron apenas unas manzanas, pero el trayecto se me hizo interminable. Te movías con agilidad en la penumbra de las farolas y yo te seguía junto a las niñas con el sudor pegado a la ropa. En nuestro destino nos estaban esperando. Pasamos a una sala llena de humo, con una tenue luz y varias sillas dispuestas en círculo. Un hombre trajeado se llevó a las niñas a una habitación interior. Nos despedimos de ellas con un beso y el hombre nos tendió la mano. Suspiré al salir de nuevo a las calles. El contacto de tus labios detuvo el frenético ritmo de mi corazón. Súbitamente recobré la lucidez. Escupí al aire, a las esvásticas que ondeaban en los balcones, con el odio enfermizo de quien ha sido zarandeado. No pude conciliar el sueño en lo que quedó de noche. En el piso donde las dejamos, Camus, Sastre, Ridruejo, la cultura en fin, luchaba por prevalecer sobre la barbarie, y se reunía al calor de las letras, para encontrar un resquicio a la vida. Quien nos abrió la puerta fue Gerhard Heller. Nunca más volví a verlo, pero su enigmática sonrisa se grabó para siempre en mi memoria.
Durante cinco días estuvieron retenidos los judíos en el velódromo de invierno en condiciones infrahumanas. Agotada su resistencia física y psíquica separaron a los hijos de sus padres entre agónicas muestras de dolor. Deportaron a unos y otros a campos intermedios. Muchos llegarían a Auschwitz donde les esperaban las cámaras de gas. Durante cinco noches recibimos grupos de fugados, huidos de una muerte segura, a los que dimos amparo y consuelo. Recordaré mientras viva cada uno de sus rostros, cada mirada apagada, cada esperanza recobrada.
Cuando me dejaste en el avión mi universo había cambiado. Quería que lo supieras. Pudimos ser Julen, María del Carmen o yo misma quienes acabáramos en manos de esos depravados por razón de nuestra raza, sexo o ideología. Y ¿quién nos hubiera socorrido? En mi butaca cerré los párpados y apreté los puños. Cuando abrí los ojos y te vi parado en medio de la pista, las manos en los bolsillos del pantalón, con tu sombrero calado hasta las cejas y el brillo tenue del cigarrillo en tus labios, envidié tu coraje, el valor que arrostras cada día, tu solidaridad. Prometí amarte por encima de la misma muerte, con la misma energía con que lucharé frente a la injusticia; y si te amo así, qué importa mi condena. Tuya en la distancia, Victoria a 28 de junio de 1942.

Erizado el vello de la nuca, acerco la taza a mis labios hasta quemarme, e intento imaginar el desarraigo, el abandono y la pena de tantos seres separados de los suyos para no volverse a ver. Y aún con tanto sufrimiento, adoro a Andrew y a Victoria por su entrega para ser la puerta a la libertad de unos pocos. Allá donde estén, los huidos, perseguidos y acosados, recordarán la magia de unos desconocidos que expusieron su vida a cambio de la libertad, y los harán eternos para permanecer por encima del tiempo y la distancia.




Aforismos. Cualquier tiempo pasado fue mejor. Que se lo pregunten a nuestros padres. Me desayuno con noticias que atentan contra la moral, la ética, las buenas costumbres, el civismo y todo aquello que queráis incluir en la nómina. Las noticias, los informativos, las proclamas, nos muestran una lista interminable de predicadores encorsetados que impunemente nos imponen su voluntad revestida de abalorios que intentan confundirnos. Levantar una piedra y que salgan gilipollas a mansalva con doctrinas que atemperen al rebaño es todo uno. Y una está hasta los pelos de que le intenten tomar el idem. ¡Ya está bien! El poder, ay el poder, ese gran aliado de la justicia que somete nuestra libertad con falsas ideologías y que no hace sino cercar el grupo tras uniformes y represión. A veces por la fuerza, a veces por la intransigencia. Ya perdonaréis, pero es que no se puede aguantar que el dinero se crea dueño del intelecto, que se apodere de la razón e intente encaminar nuestros pasos hacia el desorden y la autodestrucción. Ya otros lo intentaron en aras de dominar el mundo; y ahora, revestidos de muselinas y corbatas, tras pedestales y micrófonos persiguen fines semejantes, sin que les melle el dolor, la insolidaridad ni el perdón. Bolsillos llenos, puestos vitalicios, transigencia legal; todas las armas son útiles para oprimir a las masas. Démosles deporte, debates del corazón y entretenimientos varios, y sometamos su devenir a un callejón sin salida antes que soltar un ápice de dominio. Y el camino lo trazan ellos, con sus estrictas reglas. ¡Ya está bien, señores!
Bien. Tras esta reflexión de currito sometida a los designios de los indeseables parásitos que dirigen nuestra vida laboral, social y económica bajo a la tierra, decido descender al mundo de la gente corriente, la que se protege, se ama, se quiere, se ayuda; la que en verdad se esfuerza sin pestañear por un bienestar a punto de ser arrebatado. Y retrocedo en mi máquina del tiempo, ayudada por la mano invisible de Margot. Solidarias en la aventura, compañeras en el misterio que se cierne sobre Victoria; una vez más tiende el puente de la comunicación en las palabras de Suri, en sus añorados recuerdos, para descubrir, de su mano, cómo fueron y cuál fue su devenir en la mitad de un siglo en el recuerdo.

Entrevistador: El paseo por Nove Mesto nos ha sentado bien. Después de la experiencia de Lídice, veo a Suri mucho más jovial. Paseamos por los senderos umbríos, entre los estanques y las piscinas del jardín Botánico. Se detiene de cuando en cuando para admirar los rododendros, los lirios de agua y un sinfín de plantas tropicales. Ha recuperado su esencia, incluso esboza una sonrisa bajo los labios carmesí echando la memoria hacia el pasado. Ante mi confusión y ocupando un banco del parque me explica qué la hace sonreír.
Suri: Mientras el frente se desplazaba a las estepas rusas y los buques de guerra se hostigaban en el Canal de la Mancha, la vida discurría plácida en las calles londinenses. Intentábamos llevar una existencia si bien involucrada en los quehaceres propios de la contienda, no por ello ajena a los pequeños placeres que nos rodeaban. Unos días asistíamos a algún estreno en los cines del Soho suspirando por parecernos a Ingrid Bergman y padecer un amor imposible en un mágico lugar de África. Otros merendábamos tumbados en el césped de Hyde Park acariciados por una suave brisa que hacía más llevaderos los rigores del verano. La placidez se había instalado. Y en una de esas, sacando fuerzas de flaqueza, Julen me confesó que se había enamorado. Me entró una risa irrefrenable que le encolerizó. Intenté sosegarme y le pregunté quién era la afortunada. No tuvo el valor de confesármelo en ese momento, sino que desviando la mirada me inquirió cómo sabía uno si estaba enamorado de verdad. La primera noche que me quedé en casa de Victoria intenté solucionar su dilema, aunque creo que lo sumergí en un mar de confusión mayor del precedente.
Mi querido Julen. Me preguntas cómo sabe uno si está enamorado; y no puedo contestarte con certeza. Desde que tengo uso de razón que sólo siento odio y gratitud a partes iguales. Odio hacia quienes cercenaron mi vida arrancándome del seno de mi familia; y gratitud hacia quienes me acogieron con entusiasmo y devoción. Si me preguntas por el cariño puedo asegurarte que lo siento en cada poro de mi piel. Hacia ti mismo, que te has convertido en el hermano que nunca tendré; hacia María del Carmen, la pequeña que me ha robado el alma; hacia Victoria en quien busco un modelo a seguir. Y por supuesto, hacia Annie, sin cuyo esfuerzo y amor jamás hubiese acabado a vuestro lado. Sin embargo, quieres saber del amor, y a mis tiernos años no puedo hablarte sino de mariposas en el estómago, de piel erizada y mejillas coloradas. También yo he pensado en él en ocasiones, cuando se me vence la mirada ante un joven que me observa, cuando siento el leve roce de unos dedos sobre mi piel desnuda. Creo entender que se trata de esa fuerza que te arrastra aunque intentes resistir, que somete tu voluntad ante la negación, que te provoca y que te excita. Pero, ¿quién soy yo para hablar de amor? Veo a Victoria, inasequible al desaliento pese a la ausencia de Andrew, contemplando una gastada fotografía en sepia que envejece en su mesilla de noche. La veo embobada y taciturna, a veces llorosa y otras jubilosa; y creo que en su interior late esa candela incombustible que llaman amor. También en Andrew, en sus cortas correrías; arrastrando insospechados peligros para pasar un minúsculo instante con su amada. Me hablas de amor y no sé cómo se manifiesta. Lo sentí sin dudar hacia mis padres, cuyos rostros se difuminan en mi memoria aunque pugne por evitarlo. Él te encontrará, no lo dudes, te asaltará cuando menos lo sospeches y será cruel y dulce a la vez, pletórico y vacío, te arrancará el corazón y te lo amansará hasta caer rendido a sus pies. No te resistas, todo es en vano. Siempre triunfa y cuán bello nos parece todo. No habrá guerra ni lucha que se le oponga; el hambre y la soledad se perderán en el limbo del tiempo; el dolor y las heridas se cerrarán otorgándote vigor y sabiduría. Pero no te engañes, es voluble como una prostituta, con la misma energía te aferra y te rechaza, e muerde o te besa. En ocasiones se instala para quedarse, pero en otras te abandona sin remedio. Renacerá, como las flores cada primavera, retornará.
Entrevistador: Por un momento se calla, alza la mirada a las frondosas copas de los árboles cuyas hojas cimbrean bajo la luz del sol, se vuelve hacia mi y me comenta:
Suri: Y me quedé tan confundida después de haberle largado tal cantidad de exteriotipos, como él mismo. No he entendido nada- me dijo. Pero ¿qué es el amor? Pregúntale a Victoria, le dije; y ambos nos echamos a reír.
Entrevistador: Estamos cerca del hotel y quiere que la deje para el almuerzo y un pequeño receso en la habitación. Se fatiga con facilidad. No desdeño el tiempo que me concede y me precipito a la emisora para dejar constancia de sus palabras. Sin lugar a dudas, reflexiones manidas, tópicos que se repiten desde la cuna de los tiempos, pero así mismo absolutas certezas que tendemos a olvidar inmersos en la monotonía de una existencia sin sobresaltos. Cuando vuelvo la mirada hacia las calles destrozadas, las casas derruidas y las vidas alteradas de los habitantes de la vieja Europa en los años de la Segunda Guerra, tiendo a olvidar que al igual que lucharon, sufrieron, trabajaron sin denuedo, también amaron, por encima del dolor y de la crisis, sobre el egoísmo y el odio, ante la ambición y el fanatismo. Y de qué otro modo se pudo sobreponer el hombre a tanta desidia.
Volveré a buscarla a la tarde, cuando el sol decline en las aguas del Moldava, cruzaré el puente ante la mirada de las inmóviles estatuas, y en sus arcadas, como cada tarde, las sombras de unirán en besos clandestinos ante el río, testigo mudo de su dicha. Quisiera saber a quién amaste tú, Suri; espero convencerte para que al fin lo digas.

He tenido que llamar a Carlota para contarle lo dichosa que me he sentido con las palabras de Suri, cómo han sido capaces de elevar mi espíritu decaído  de hacerme sonreír a pesar de los tiempos. También a Margot, que se ha congratulado con su éxito y que se afana en seguir obteniendo réditos a sus desvelos. A ambas, gracias, por acompañarme en este viaje sin retorno más allá de la frontera que separa el tiempo y el espacio. Una y mil veces, gracias.





El sonido del móvil en la mesilla de noche me despierta a las cuatro de la mañana. Es noche cerrada pese a estar en pleno verano. Lentamente me defiendo de la somnolencia y sacudo los miembros adormecidos de las jornadas previas. Cada día el café sabe más amargo y las galletas más gomosas. El generoso esfuerzo tiene un fin que redunda en el bienestar de los míos; por ello un paso sigue a otro hasta el coche estacionado a la intemperie. Como una autómata conduzco hasta el parking, saludo cabeceando y me incorporo a un nuevo día tedioso y agotador. 
Carlota no llama desde hace algunos días enfrascada en su aventura y me entristece su lejanía, quizás por ello el trabajo se me hace más pesado . No quiero incordiarla.
Un pequeño relato en las hojas del periódico de la mañana me arranca una sonrisa cínica. Las protestas de los trabajadores (no importa el sector) se suceden día sí y día también. el empeoramiento de sus condiciones laborales, la precariedad en el empleo, la inseguridad y la merma de ingresos, no hacen extrañar situaciones como la que leo:

Desde su atalaya de la sexta planta, el poderoso observa el enjambre de hormigas que se concentran a los pies del edificio. Fuma tranquilamente y manifiesta su indiferencia rodeado de sus acólitos. Para llegar allí ha pisado muchas cabezas y no le importará continuar haciéndolo si las cosas se complican. Apenas un puñado de hombres en mono de trabajo no son estorbo para seguir con sus planes. Sabrá amansarlos como de costumbre. 
Los poderes fácticos alojados en las inmediaciones son su muro de contención. Pide un café y charla animadamente con su segundo, quien reverencia cada una de sus palabras. No obstante, algo llama su atención. Cuando todo parecía estabilizarse y el grupo en la calle parecía claudicar en la rendición; un hombre mayor, con un paraguas en previsión de los nubarrones que se ciernen, se acerca con cautela, pregunta algo a los portadores de la pancarta y se instala entre ellos. Al momento, una mujer con un carrito de la compra del que asoman tímidos unos puerros realiza la misma gestión, y animadamente les hace compañía. Es un goteo que no cesa: un inmigrante, varios estudiantes ociosos, unos ancianos de paseo y las madres que acompañan a los niños a las puertas del colegio. Todos se adhieren a la marea que crece desde la indignación. Cuando el poderoso se acerca al baño y se mira en el espejo parece algo más desaliñado. El nudo de la corbata cuelga flácido y un mechón del flequillo se revuelve sobre su frente de manera indómita.
Comienza a fumar de forma compulsiva aunque pretendía dejarlo y poco a poco la sala va quedándose huérfana. Donde antes había decenas, van quedando sombras aisladas. La maraña en la calle ha crecido ocupando las aceras, la calzada, las fachadas; en los balcones se muestran solidarios los vecinos y desde calles adyacentes llegan voces que anuncian nuevas incorporaciones. Un torrente humano se desborda por las avenidas envalentonado por el grueso de sus demandas. Telefonea a la autoridad, pero las respuestas son vagas y confusas. Todavía el derecho a reunirse no ha sido vulnerado así que toca aguantar el chaparrón. Confía en la lluvia que gotea débil pero persistente. No obstante, el número aumenta bajo la tormenta y el murmullo crece hasta las alturas en que se encuentra.
Súbitamente da un paso atrás eludiendo las miradas indiscretas, se ha quitado la americana y suda copiosamente. Las fuerzas le fallan y se deja caer en el diván del despacho. Por el interfono su autoridad suena vacía y apenas nadie le hace caso. Las puertas aledañas están tapiadas por la muchedumbre y la salida parece complicada. Las horas pasan agónicamente, con una lentitud desesperante. Abajo hay un fervor de lucha, de juncos adheridos, de granos haciendo montañas. No se sienten solos; han llegado otros como ellos, desfavorecidos, luchadores, vilipendiados, zaheridos, valientes resistiendo a la insolencia del capital, sumido en la injusticia. La sociedad malherida se resiste a sucumbir, recobrado el vigor con la fórmula de la solidaridad, del compañerismo. El temor se instala en la sexta planta y entre las nubes despuntan los rayos de un sol que se abre paso. Oye tras la puerta ruido de pasos apresurados, de pesadas botas retumbando en los escalones.
No queda nadie a su alrededor, sólo vacío, solo...nada.

Querido Andrew:
Se van acortando las horas de sol y el trabajo se me hace muy pesado, pues a la labor en el obrador debo sumar el de la casa ocupada por los niños y mi colaboración en los menesteres de la guerra. Alguna que otra noche, cuando caigo rendida en la cama junto al cuerpo ovillado de María del Carmen, saco del armario la caja de cartón con los pocos recuerdos que conservo de mis padres. La gastada fotografía de mi madre, único vestigio de su existencia, me fortalece; pese a su seriedad pétrea, sus negros ropajes, sus gruesas medias y su actitud ceñuda, entiendo asoma un ser excepcional. Sin recursos apenas, con una familia que reclamaba su sustento, agarró el toro por los cuernos y trabajó sin desmayo para los señoritos que acaparaban la industria, el campo y las ciudades. Se entregó sin derechos reconocidos, por monedas aisladas o por trozos de pan, en una vida sin horizonte, carente de amparo en la enfermedad, acogida a la bondad de los vecinos en la necesidad más acuciante. Años más tarde, conseguidos algunos derechos no exentos de obligaciones, reconozco su ánimo, su tenacidad y su lucha. Sé que no te he hablado mucho de ella aunque la añoro con desesperación. El olor a alcanfor y a jabón de tajo de mi madre acuden prestos a mi memoria, ojalá hubiese conocido este progreso que algún día alcanzaremos. A pesar de todo, algunas compañeras no pueden hacer frente a los gastos que originan padres impedidos, hijos con dependencia u hogares destruidos. La promesa de un mejor modo de vida acaricia nuestros oídos en las palabras de Beveridge y su sistema llamado de Seguridad Social. Sólo le pido que la pobreza no suponga nuestra exclusión en una sociedad fragmentada. No existen guetos a la vista, pero los sombreros de copa y las pamelas observan por encima del hombro a quienes portan mandil y mono de trabajo. Nos batimos el cobre por preservar una nación libre, lejos de los designios de un loco furibundo; pero tampoco deseamos entregarla sin condiciones a quienes buscan un enriquecimiento sin contraprestaciones.
La línea social es tan débil, que temo se rompa tras la guerra y vaguemos llenos de harapos entre escombros, mientras otros pasean en vehículos oficiales envalentonados por el poder de la libra.
No soy ajena a las miradas de los niños en las confiterías, a los deseos de lujosos vestidos de las jovencitas y a las manos posadas en los escaparates por los necesitados. Esta lucha que recorre el mundo debe erradicar de la faz de la tierra esta diferencia social que nos hace presos, más aún que el poder de las bombas, puesto que cuando ellas cedan, quedará el oro en manos de unos pocos y la arena a los pies de la mayoría; que esa arena no nos sepulte es tarea de quienes prometieron guiar nuestros pasos para hacernos libres. Si en algún momento pensaron en poner cadenas usaremos las cizallas para cortarlas. Este es el movimiento que recorre el mundo, que unos pocos no nos hagan cambiar la dirección. Tuya en la distancia, Victoria, Londres a 30 de septiembre de 1942.

Como si leyera mi pensamiento, Carlota sale a mi encuentro en la cercanía de la noche. Su madre se encuentra algo pachucha y ha venido para acompañarla al médico. Con sus defectos, nuestro sistema sanitario le garantiza un bienestar del que quizá no pudo disfrutar la madre de Victoria. Miro a mis hijos caminando al lado de su abuela, cogidos de la mano y me emociono escuchando sus preguntas curiosas. Carlota va a mi vera agarrándome del brazo y se da cuenta de mi suerte, tres generaciones en unos metros es más de lo que muchos pudieron pedir. Ojalá Victoria estuviese con nosotras, yo ya la siento y creo que Carlota hace lo mismo.





Cerrada una semana agitada en lo laboral, ha llegado un fin de semana de tapas y vinos, en el que Alberto ha estado controlando a los pequeños. Al fin he tenido un receso para departir con Carlota (la echo tanto de menos). Su rostro denota alegría , pese a que percibo un deje de encanto contenido, como si no quisiese dar rienda suelta a su felicidad.
Tiene tanto miedo como pasión, algo que le pasa por ser tan visceral. En cambio yo calculo con meticulosidad mis movimientos y arriesgo lo justo y necesario . Las más de las veces alabo su determinación y censuro mi mesura, pero hoy la encuentro contenida. No tiene que decirme nada, ¡le da tanto miedo el amor! ¿Y a quién no abandonada la pubertad? En parte me aflige verla así y en parte me alegro de que sepa aplacar su ímpetu. Pero es tan frágil su caparazón. Sé que en cuanto tome pista y salga en vuelo hacia otro encuentro sus
defensas caerán como castillos de naipes y se entregará sin reservas a lo que tanto tiempo ha soñado. En mi naturaleza está animarla, al fin y al cabo me siento responsable de haberla puesto en el camino a través de Victoria.
Como ella de un tiempo a esta parte, vivo instalada en la curiosidad permanente; le encuentro tantos rasgos de Suri que envidio sus semejanzas y me inquieta darle mayores pistas sobre su némesis. Como Suri es tenaz y turbadora, elegante y discreta; aunque un volcán arda en erupción permanente. Como ella es segura y frágil a un tiempo, por fuera dura como el pedernal, por dentro suave como la seda. Y si Suri me viene a la cabeza es porque anoche recibí comunicación de Margot con nueva entrega de esta interminable charla formada de retazos rescatados del olvido y evoqué a Carlota al punto. Cuando la llamé sabía que vendría curiosa como siempre. La voz del Margot suena dulce a través del auricular.


Entrevistador: Me ha sacado pronto de la cama, dispuesta a seguir nuestra charla informal paseando por el interior del Castillo. La fortaleza se muestra imponente sobre la colina albergando en sus murallas la Catedral, el castillo, el convento y los torreones. Nuestros pasos nos llevan por callejuelas, plazas y jardines. En ese microcosmos parece sentirse segura. Accedemos al amplio abanico de parterres y nos detenemos en la colección de la Galería. A nuestros pies bulle la ciudad. Con dificultad toma asiento y me invita, en el frescor de la mañana, a compartir sus recuerdos. Gustoso me siento a su lado y atónito escucho.
Suri: Cuando llegó Sasha de la mano de Andrew era un saco de huesos y jirones de carne. Tremendamente enjuto, las ropas le colgaban del cuerpo como si le sobrasen diez tallas. Le habían ayudado a afeitarse y cortarse el pelo, limado las uñas, engordado a base de copiosos alimentos y devuelta la razón por medio del afecto. Sus ojos azules poseían una tristeza infinita, hundidos en dos cuencas grisáceas que ensombrecían su rostro. Los pómulos marcados, los dientes amarillos y los labios cuarteados. Su salida de Stalingrado fue una huida del infierno. Lo que dejó atrás difícilmente puede narrarse; por medio de precarias palabras y de frases entrecortadas nos hizo comprender la dureza de los días en su Rusia natal. Escapar de allí fue un milagro al alcance de muy pocos. Sentado en una silla junto a Andrew, con Victoria y Annie a su lado, su imagen traslucía el sentimiento de todo un pueblo abrumado por el dolor; las heridas de Rusia supuraban por las calles de Stalingrado.
Entrevistador: ¿Qué les llegó a contar?
Suri: En realidad nada de interés estratégico, habló y habló, de lucha, de honor, de penurias y dolor, mucho dolor.
(Suri bebe un poco de agua aturdida por los recuerdos)
Nos informó de una lucha convertida en guerra de guerrillas, con edificos agujereados como quesos de gruyere, con ocupantes hostiles y francotiradores por doquier. Recordaba encontronazos calle por calle, casa por casa, su permanencia en edificios abandonados y en agujeros excavados con sus manos como madrigueras para pasar las frías noches, envuelto en un raído manto que picaba tanto como las chinches . El frío intenso de un invierno inacabable, un río en llamas elevando negras volutas de humo por el petróleo quemado, pobres espectros vagando sin armas por escombreras de edificios en ruinas. Toda una ciudad hecha escombros y las ratas enseñoreándose de todo. El paisaje era demoledor. Las nubes cerraban el paso a la luz del sol y las intensas nevadas congelaban los miembros ateridos. Por el día al acecho, por la noche en duermevela. Y en medio de todo ello, un enemigo ganando terreno pese a las dificultades, abriéndose camino en medio del caos, con sus armas pesadas, sus intensos bombardeos y su ardua determinación. Fue una batalla en blanco y negro, de uniformes grises y nieve blanca.Por donde caminábamos el manto de cadáveres rivalizaba con el manto níveo. El olor era pestilente pese a las bajas temperaturas y se carecía de tiempo para incinerarlos. Grandes pilas de muertos se amontobanan en las avenidas salpicadas de ladrillos y grandes piedras. En la fábrica de tractores donde trabajó no quedaba nada en pie. Perdido el contacto con los suyos, con su unidad, con sus paisanos, permaneció durante días interminables en las inmediaciones del Volga, alimentán-dose del dulce lodo del río.
Una embarcación varada en tierra le dio la oportunidad de camuflarse entre fardos de leña, hambriento hasta la desesperación, con una única vía de escape, sabiendo que su descubrimiento supondría una muerte segura, tanto en un bando como en el otro. Pero acaso ¿no estaba muerto en vida? Su salida entre campos minados, cercados de alambre de espino y pueblso abandonados supuso una prueba épica. Finalmente, temblando de hambre y frío consiguió llegar a Finlandia y de allí a Francia en barcos mercantes, hasta que la resistencia pudo hacerse cargo de él. Londres supuso el paraíso y le devolvió a la vida. Pasamos días haciéndole recobrar las fuerzas: los dulces de Victoria, los cuidados médicos de Annie, el cariño de los pequeños. Y mi amor. Sí, porque yo sin pretenderlo, me enamoré.
-¿Sorprendido?
Era una adolescente sensible hasta la médula. Su historia sonaba cercana a la mía, su mirada ausente y el rubor en tierra ignota, me acercaron a él irremediablemente. Apenas tenía cuatro años más que yo y una vez recobrado el pulso vital se convirtió en algo tan hermoso. Andrew le prestó ropa de sus escasas pertenencias, le introdujo en los rudimentos de una lengua distinta, y lo ubicó en un entorno de paz y armonía. Cuando Andrew regresó a Francia, el enjuto ruso que nos había dejado en custodia, era un hombre de proporciones adorables. Aunque apenas hablábamos, nos gustaba estar cerca, el contacto de nuestra piel, las miradas esquivas, los encuentros intencionados. Fue entonces cuando me solté las trenzas, me puse mis primeras medias, un pequeño tacón para elevar mi figura y un activo colorete sobre las mejillas. Sabía que todos se darían cuenta, pero nunca me importó. Sasha era lo único que existía sobre la faz de la tierra. Conocí el amor como jamás pensé que lo sintiera, de un plumazo desapareció el pesar de la orfandad, la tristeza del éxodo, la soledad del náufrago. Ante mi se abatía un muro que ocultaba un campo de deseos inmaduros, mi adolescencia se truncó para forjarme en mujer plena de promesas y caricias si Sasha estaba allí para apagar mi fuego, para aplacar mi sed. Los días transcurrieron vertiginosos al mismo ritmo que mi felicidad aumentaba de forma incontrolable. Hasta que en algún instante Andrew regresó para llevárselo; en plena noche, como un furtivo a por su presa.
Una carta en la almohada conteniendo una promesa fue su despedida. Maldije el día de su llegada, a Andrew con todas mis fuerzas y a cuantos intentaron consolarme.
Entrevistador: ¿Jamás volvió a verle?
Suri: Es usted muy curioso y pretende correr demasiado. No he dicho eso. No me atosigue y pronto conocerá lo que ocurrió.
Y dicho esto, se levantó, enfiló hacia la Catedral de San Vito y me dejó con la boca abierta. ¡Vamos!- dijo. La historia aún no ha acabado.

Unas estruendosas interferencias finalizan la grabación en este punto según Margot. Así que deberá afanarse en la recuperación de una continuación que se me antoja necesaria. En el mismo sentido se manifiesta Carlota, quien con su gracejo habitual me suelta: ¡Joder, y nos deja con la miel en los labios! Agradezco a Margot su entusiasmo y la exhorto a seguir insistiendo en una conversación que nos va absorbiendo y de la que pretendemos extraer mayores contenidos. Si nos quieres acompañar estaremos encantadas.





Es el verano la estación del recuerdo. Sin duda nuestras primeras sensaciones nacieron en las tardes de pueblos pequeños, en los paseos entre los castaños o sobre la mullida arena de la playa. Volvemos sin pudor al tiempo de las chanclas y la crema solar, a las mejillas sonrosadas y los hombros quemados. Desde la distancia, instalada en la ciudad que todo lo engulle, no puedo sustraerme a la misma emoción cuando mis propios hijos, cierto que con atuendos distintos, realizan tan parecidas actividades a las de mi niñez. Ese ciclo me hace concebir la esperanza de un género que palpita con fuerza pese a las trabazones de un siglo lleno de incertidumbres. Como la de Carlota, buscando su destino entre salas de espera en aeropuertos atestados, en estaciones lúgubres de impersonales trenes, en las paradas de taxi bajo el sol inclemente. Como la mía misma, trazando un destino de corto plazo, de acciones instantáneas, con el horizonte difuso de la duda. Y si así sucede en la placidez de un julio de ritmo bajo en que cada uno se desenvuelve a salto de mata, procurando que el orden no se le venga abajo, ¿qué ocurrió con quienes padecieron el yugo de una tiranía tan brutal como una guerra? Deberíamos reír sin descanso por una dicha obtenida sobre las ascuas de nuestros ancestros, y no lamernos las heridas de continuo, víctimas de un tiempo duro, sí, pero no verdugo. 
Su llamada desde Londres me ha devuelto al mundo de Victoria, a veces confuso con el mío, y desde Hyde Park ha sonado su voz de mujer enamorada. Me habla de boutiques y zapaterías llenas con las ofertas de un verano incipiente. Las barcas se deslizan por el lago Serpentine camino a Kensington Park, y con las piernas cruzadas sobre el verde césped, bajo la sombra del plátano, me narra el deseo primigenio de un beso robado a la madurez. Sin duda siento más vergüenza yo que ella, pues en la distancia observo con pudor dos adultos que se arrullan entre los tilos y me sonrojo. La hago callar y ella se ríe y me pide, puesto que no puede hacerlo de otra manera que le hable de Victoria. 
Con alegría retomo su relato, jamás más a cuento que hoy, en el mismo escenario, en cuadros parecidos. Carlota lo recreará con precisión de testigo, yo me conformaré con idealizar lo que de por sí es lo más bello del mundo. Imposto la voz y empiezo.

Querido Andrew:
Nos hemos reunido en el salón de casa, cada uno con sus escasos alimentos semanales y al ver la escasez de existencias nos hemos echado a reir. Ha sido algo balsámico. Hacía tanto tiempo que no sonaban las risas por la casa que por poco no paramos. Los vecinos se han apresurado a llamar asustados, pero al ver nuestra agitación y el motivo de la hilaridad se han unido a nuestras carcajadas formando un coro surrealista. Son tan escasos los víveres que cada día nuestras figuras se muestran más gráciles. Con lo que he podido reunir y mucha imaginación – unas pocas salchicas, algo de azúcar, muy poca manteca y margarina, así como unos polvos de té, hemos hecho unos sandwiches, llenado la cesta de pic-nic, apresado una manta y asomados a la ventana y viendo el soleado día que ha salido pese al frío, hemos tomado el urbano y encaminado nuestros cuerpos hasta Hyde Park. Los chicos agradecen esos instantes de correrías y juegos al abrigo de una ciudad que por el momento se mantiene tranquila. Han aprovechado para charlas con sus amigos, para intercambiar cromos, chapas, canicas o quién sabe qué. Desde el alfombrado suelo, con la manta bajo nuestros traseros, Annie, Suri y yo hemos podido departir un rato entre mujeres. 
La aflicción de Suri nos tiene compungidas. En parte la salida ha sido motivada por su mala alimentación; cada día come menos y se consume en los recuerdos de Sasha. ¡Diós quiera que no le pase nada y vuelvan a encontrarse en el futuro! Nos es tremendamente difícil levantarle el ánimo, teniendo en cuenta que vaga por la casa con un suspiro permanente en los labios y que tan apenas sale de su habitación para ayudar en silencio en las tareas domésticas o para dejarse caer lánguidamente en los sillones. Así que decididamente esta salida debe servir para que cobre fuerzas. Intento mire en nosotros su reflejo, pero debes darme argumentos de que Sasha no se haido para siempre; la he convencido de que tarde o temprano esto acabará y las personas que todavía puedan hacerlo buscarán el modo de reencontrarse. Para ello no debes cerrar el vínculo que tengas con él, mantén los lazos que nos sirvan para no perder su pista, si como creo, también él bebe los vientos por esta chiquilla. Después de tanto padecimiento, cuando parecían atisbar un rayo de esperanza, te lo llevas; entiendo que amparado en el anonimato de algo secreto, pero nos dejas sin una despedida que sirva de puente hacia el futuro. Tiéndela ahora aunque sea en la distancia. Recuerda nuestra dura separación y su infausto recuerdo, y ten un poco de piedad. Con confianza ciega te lo rogué.
Y de repente, fruto de un sortilegio, como una sombra, agazapado tras unos arbustos, emergió una figura de sobras conocida. La cara de Suri se transformó; donde los surcos de las lágrimas parecían dejar huellas imborrables, surgió la tersura de una piel enrojecida; donde la voz callaba mellada por el llanto, surgió un chillido espontáneo que nos sobresaltó. Brincó como un resorte y corrió descalza por la hierba hasta que llegó a su altura. Se paró ante él. Lentamente se dío cuenta de que el mundo no se había detenido y que eran muchos los ojos que la observaban. Tímidamente, tendió una mano para que la cojiese Sasha, y a pesar de la distancia, sentí su estremecimiento como si fuese mi misma mano, mi misma piel. Annie dejó asomar una lágrima. No pudo reprenderla. ¿Qué sería de nosotros en tiempos de tribulaciones si atendiesemos a menudencias del qué dirán? Los llamó y les invitó a pasear con cierta distancia. Tú no viniste, pero dejaste tu regalo. Al fin pudieron despedirse. Fue la tarde un fugaz relámpago en la existencia de nuestra amada Suri; pero ese fogonazo le dio la ilusión que se había desvanecido, le devolvió la esperanza en una vida que merece la pena cuando el amor se cruza en nuestro paso. Intenté hacérselo entender con las palabras, pero hasta que no ha posado sus pupilas en Sasha, hasta que no ha notado su aliento, no ha sabido con certeza que su vida tiene un propósito y que ella es la dueña de su destino. Tuya hoy más que nunca, Victoria a 25 de octubre de 1942.

Como en un sueño Carlota me confirma que les ha visto alejarse camino del Palacio de Cristal, cogidos de la mano, la pareja por delante, timoratos; por detrás, el resto de la familia haciéndoles cortejo. Oigo a James que la tacha de loca con esos devaneos, pero en el fondo sus ojos buscan entre la muchedumbre un atisbo de su presencia, un fleco de la existencia de Victoria, hollando la misma tierra que ellos pisan, jalonados por el trinar de las aves bajo el cielo de Londres. Hasta pronto mi Carlota. Al menos tú no tendrás que despedirte.




Una fracción de segundo es tiempo más que de sobra para desmoronar los cimientos de nuestras vidas. Así de frágiles somos. Y así me lo hizo entender Carlota en su última comunicación desde Londres. 
Fue un mazazo de proporciones gigantescas. James yacía acostado en la cama de un hospital, entubado y monitorizado, en estado de coma, tras haber tenido un accidente de coche. El pronóstico era “reservado” y su crítica situación hizo que me estremeciera de la cabeza a los pies. De pocas se me cae el auricular de la mano y tuve que tomar asiento de la fuerte impresión que me produjo la noticia. Carlota estaba en España cuando ocurrió y tardó menos de siete horas en presentarse en el hospital, donde desde el primer momento tomó el mando de las operaciones. Yo sabía que era todo fachada y que en cualquier momento se derrumbaría mostrando su lado frágil y sensible. Cuando me llamó era un manojo de nervios que hablaba atropelladamente, sin acabar las frases; de modo que hube de deducir de sus palabras entrecortadas lo acontecido con James. Fui tajante, debía y quería estar junto a ella; así que con celeridad llené un trolley con cuatro cosas, hice un par de llamadas de teléfono avisando a Alberto de mi partida y encargándole de la intendencia doméstica; dejé una nota en la puerta del frigorífico con la dirección donde me encontraría y tras llamar a la agencia de viajes para solicitar un billete, tomé un taxi y puse rumbo a Londres. La ciudad me recibió con una fina lluvia y el característico caos del comienzo de fin de semana. Fui directamente al hospital para encontrarme con Carlota cuanto antes. Estaba desecha, luchando por mantenerse firme en tan tristes momentos. Desconocía las causas del siniestro; quizás se ha quedado dormido; los faros de los vehículos en sentido contrario han podido deslumbrarle con la lluvia, un despiste al volante. La veo golpearse el pecho y repetirse que es culpa de ella, con largas veladas de copas, trasnochadas fuera de horario y sueño diurno. ¡No te culpes!- la sacudo con fuerza para que retome la compostura y se calme. -Se repondrá, no tengas dudas, sé fuerte y transmítele esa fuerza ahora que tanto la necesita. No puedes venirte abajo, para eso he venido. Sobre mi hombro ha recostado su cabeza y ha llorado amargamente. Sin pretenderlo, me he unido a ella.
Las horas se suceden con lentitud y apenas abandonamos el hospital para asearnos en casa de James y tomar un bocado en la cafetería del hospital. La ansiada mejoría se hace esperar. El trajín de médicos, enfermeras y auxiliares por los pasillos me deprime sin remisión. Finalmente su estado letárgico le conduce a planta. Al menos las constantes vitales se mantienen y nuestra ilusión fluye derramada. Pegadas a su cama, cuando anochece y el cansancio se ceba en las dos, sacudidas de las constantes llamadas de familia lejana excusándose por no poder ir a visitarle y la rutinaria desde España, amparadas por un silencio que se extiende hasta el sobrecogimiento por las habitaciones, unas entreabiertas, las otras cerradas a cal y canto, nos entregamos a la lectura de alguna carta de Victoria, buscando el aliento de esta mujer valiente que afrontó la vida con pundonor y tesón. Le leo a Carlota, y alzo la voz para que James en su ostracismo, perciba mis palabras:


QueridoAndrew:
Jugamos a diario con la ruleta de la fortuna de la vida. Y te cuento esto por el hecho que aconteció el pasado enero, apenas hace unos días, y del que todavía no me he repuesto. Londres se levantó frío y reluciente, con la escarcha de los tejados pendiendo sobre las calles; el Támesis discurría callado bajo los puentes, y la gente acudía, como cada jornada laboral, sin apenas conciliar el sueño, hacia los puestos de trabajo todavía útiles. Hice el reparto como cada día entre los vecinos más remisos a desplazarse, llevando el hatillo de los dulces bajo el brazo y de la mano a Julen que me ayudaba al amanecer, mientras Suri las más de los días ejercía de canguro con María del Carmen. Recorrimos varias manzanas sin demasiados reparos, paseando por medio de las calles, al menos libres de escombros hasta que , súbitamente, sufrimos una deflagración, un fogonazo eléctrico de un calor insoportable, una bola de fuego que se elevó sobre nuestras cabezas y que sefue perdiendo en volutas de un humo negro y espeso. Ambos salimos volando por los aires debido a la honda expansiva. Julen me protegió con su cuerpo involuntariamente mientras que el suyo se salvaba de la sacudida mortal gracias a un coche que pasaba por allí y que a la postre se llevaría  la peor parte. Los ocupantes del vehículo murieron de inmediato salvándonos a nosotros de una muerte segura. Han pasado algunos días y no puedo dejar de pensar en esos infelices que pasaban por azar frente al detonar de la bomba. Debo alegrarme de seguir indemne y de que Julen sólo tenga algunos rasguños; y sin embargo me siento apenada. Esa pobre gente habrá dejado padres, madres, hijos huérfanos; todo por arte de un destino funesto al que estamos subscritos desde la cuna. Cuando acontezca es tan sólo un capricho del tiempo. Hoy no estaba en nuestra ruta, quizás mañana, quién sabe. Bebamos pues de la suerte de estar vivos un día más, no importa que en un pasado cercano pensasemos en divertirnos y gozar, y en estos días de tribulación nos hallamos vuelto huraños y recelosos. El caso es seguir latiendo. Al levantarme y ver a Julen tendido a mi lado, semiinconsciente, con el pulso débil y la ropa hecha jirones, me ha faltado el aire. Su lento despertar me ha devuelto el oxígeno a los pulmones, la voz a la garganta y el tacto a las manos. Lo he estrechado tan fuerte que pensé hacerle daño. Aún no sé porque al volver al East End teníamos una sonrisa dibujada en la cara. Cuídate y dale valor a la vida, no te expongas a peligros innecesarios y retorna a nuestro lado para seguir disfrutando de cada día que nos llegue. Tuya en la distancia, Victoria. Londres, a 14 de enero de 1943.

Carlota se ha quedado dormida asida a las barras de la cama, creo que no ha escuchado el final de la carta; su respiración es acompasada y plácida. Yo me dedico a observar a James con el pitido de fondo de los aparatos a los que está conectado. De cuando en cuando una enfermera cambia los goteros, comprueba los mecanismos o nos acerca una manta. Tomo café en una máquina del pasillo y pregunto a la enfermera por las posibilidades de James. Se encoge de hombros pero me sonríe con un aire de veracidad que me hace albergar esperanzas. A mi regreso, un leve parpadeo, un temblor en los labios, me hace gritar en medio de la noche. Despierto a Carlota y precipito en la habitación a un equipo médico al completo. Nos han hecho salir, pero la esperanza ha regresado como una bocanada de aire en medio de la asfixia. Intuimos al médico bajo su bata blanca y el fonendoscopio a modo de collar. Trae buenas noticias; ha desaparecido la conmoción y aunque debe seguir en observación para determinar el alcance de sus lesiones y su proceso de recuperación, lo peor ya ha pasado. Carlota le abraza, llora, salta de felicidad, se mesa los cabellos. Al fin sus nervios han salido. La tormenta se ha desatado en medio de la noche, gruesos goterones golpean sobre los cristales de las ventanas y su rítmico golpeteo acaba por adormecernos, una a cada lado de James, ahora sedado, pero consciente. Antes de caer rendidas sobre su cama, nos miramos cómplices y de boca de Carlota sale un agradecimiento que no merezco.





El regreso a casa siempre me aporta una agradable sensación de placidez. Reencontrarse con los viejos objetos conocidos, tantas veces manipulados, transmite confianza en nuestros gestos; en cierto modo nos libera del excesivo cuidado en casa ajena, de los plomizos pasos con que nos movemos en ámbitos extraños. Luego está el olor que impregna de modo peculiar cada rincón. Apenas perceptible en lo cotidiano, cuando pasan las vacaciones, hinchamos nuestros pulmones del olor familiar de nuestra gente. Los niños se han mostrado exultantes con mi regreso y me han conminado a partir raudos al encuentro del abuelo, hoy cumple años, y ello supone un enorme momento de felicidad para todos en casa. En el pasado le escuché hablar de sus propios ancestros, tan lejanos en el tiempo que parecen seres irreales, pero quienes dejaron su huella en la memoria de mi padre. ¿Quién dejará su huella en mí; esa huella que se suaviza hasta perderse en los recovecos de la mente haciéndonos perder los detalles de lo que fue?. Quiero creer que mis hijos guardarán con entusiasmo cada momento feliz que pasaron con ellos y que el paso del tiempo no impedirá que sus juegos, enseñanzas, sus entregas voluntarias, caigan en saco roto, como no cayeron las de aquella abuela que llegué a conocer, encorvada y gastada, de oídos sordos y mirada entelada. Entreveo en sueños mi figura ausente y no puedo concebir la impronta que quedará tras mi fugaz paso por la vida, ese minúsculo momento que como un chispazo surca los años a la velocidad del vértigo.
Le observo mientras juega con los niños. Asoman las arrugas a su rostro y sus canas se extienden por doquier, pero es tan feliz que debo perdonarle que los años también pasen para él. Acurrucados a su vera, oyéndole reír  recobro el ánimo algo maltrecho desde que dejé Londres. Con Carlota de excedencia y James convaleciente pero recuperándose, vuelvo al nido con el impagable valor de la vida. Y aquí, mis progenitores se deleitan con las nuevas generaciones que irrumpen con fuerza, que les piden sitio, como a nosotros mismos, para hacerse un hueco en este mundo hostil que les dejamos y del que apenas tienen consciencia. Pasarán las épocas, como en todo tiempo y el viento se llevará tantos recuerdos como granos de arena en el desierto. Es por ello importante un legado, por ínfimo que sea, que tenga un especial significado para quienes quedan. Me lo recuerda Victoria en su última carta, en su postrer legado, durmiendo anónimo en el anaquel de una librería olvidada del viejo Londres, hasta que alguien la rescató, la devolvió a la vida, y se hizo tan presente como nosotros mismos.

Querido Andrew:
Viendo crecer a los chicos a tal velocidad, me paro un momento a pensar. Creo que no sabes demasiado de mi familia, aquella a la que apenas llegué a conocer. Padre muerto en la mina en los prolegómenos de mi existencia y madre exhausta por el mucho trabajar y la poca recompensa en mis primeros años. Su muerte en mi temprana edad me dejó huérfana de recuerdos y entregada a una abuela, Emilia, de la que extraje mi poca sapiencia y su mucha paciencia. Pesa a sus achaques, a su viudedad temprana, como tantas mujeres jóvenes dejadas sin amparo por epidemias, accidentes, esfuerzos inhumanos, su único afán fue servirme y adorarme; entregó su vida sin ambages a construir la mía, con absoluta dedicación, abandonando su futuro para observar el mío. Ya en mi mocedad, cuando pude valerme por mis medios, siendo hacendosa y diligente, aprendiendo el oficio que me da el sustento, una lumbalgia la postró en la cama. Fueron tiempos duros de trabajo en casa y fuera, de sostener su ánimo y su cuerpo cada vez más enflaquecido. Con sus aseos y sus comidas se me iban los días, y a ella la veía ajarse a ojos vista, consumida como un cigarrillo en el cenicero, tornándose cenizas. Su final coincidió con mi ansia por huir de aquella tierra áspera y umbría, de terruños resecos y macilentos granos, de piedra austera y sol inclemente. Apenas la dejé bajo tierra; enlutada a mis pocos años, con la lágrima prendida en mis mejillas, reuní lo que de valor pude, malvendí lo poco que quedaba, y con un pañuelo ocultando mi melena, unos pocos trapos en una maleta vieja y más sueños que cabeza, tomé el camino a la estación, esperando ver silbar el vapor del tren que partiese a la capital; y de allí a Londres, donde llegué para servir. Del resto ya tienes noticia. Mi rebeldía me condujo a la independencia y al pesado trabajo con la masa y los dulces; hasta el día que entraste en mi obrador, vestido de domingo, desafiando al mundo en tu arrogancia de joven presumido. Te quedaste sin sonrisa al verme aparecer del fondo de la tienda, cargada de pan recién horneado, sudorosa por el calor del horno y el volumen de la carga. Cuando te ofreciste a ayudarme sin tener en cuenta la posibilidad de arruinar tu vestimenta, supe que había encontrado al hombre de mi vida y tan sólo un cataclismo podría separarnos. Llegó el cataclismo en forma de guerra insolente
y me dejó sin tu presencia; pero ¿separarnos? Nunca. Nos mantendremos firmes para construir un futuro que mejore este presente, para forjar un destino para nuestros hijos que nos permita dejarles un presente, para que nuestra huella sea indeleble en su memoria. Nuestra madre fue así o asá, nuestro padre de esta otra manera. Un pequeño gesto, una mirada al pasado, cualquier cosa contentará mi deseo de permanecer viva aún después de muerta. No he podido sustraerme a la melancolía, estamos tan llenos de nostalgia en nuestra casa, huérfanos Suri y Julen, huérfana yo misma, todos viviendo del recuerdo, de aquel que se mitiga, que se extingue, y nada podemos hacer sino amar los posos que dejaron para hacerlos memoria viva de nuestras míseras vidas. Tuyos a pesar del mundo, Victoria, a 03 de febrero de 1943.



Se pasa el día pegada al móvil, anhelando una llamada que la saque del sopor provocado por el cuidado del enfermo. Sus días son extremadamente largos carente de conversación, así que Carlota vaga por las estancias de James reconstruyendo un pasado a golpe de fotografías entre estantes llenos de libros, objetos de viajes remotos y sobres con facturas sin abrir. No encuentra aquella en la que descubrió a Suri con el abuelo James; ello la preocupa y busca con ansiedad entre otras instantáneas. En una de ellas, el abuelo sujeta en su regazo una niña pequeña de largos tirabuzones, con vestido blanco, blancos zapatos y una cinta de encaje rodeando su muñeca. Pese a ser en tonos grises se adivina una piel blanca y fina, una mirada alegre y un desenfadado gesto. Tiene los ojos claros y el cabello rubio; sujeta su cintura la mano del abuelo, con suavidad, como cojería una muñeca de porcelana. Sin duda se trata de la madre de James, de la que Carlota apenas sabe nada. Y al observarla de cerca, no puede evitar sentir un escalofrío. Esa mirada nítida, los claros cabellos, la fragilidad de su pequeño cuerpo, le recuerda a alguien sobre quien escribió Victoria. Son imágenes que se superponen con edades distintas. Tiene dudas y quiere resolverlas. Cuando me lo comunica no puede evitar sumirme en la inquietud. Me deja acalorada y llena de sospechas, pero no resuelve nada. Cuelgo y vuelvo a inspeccionar las cartas de Victoria. Quizás nos de más pistas que traigan la certeza que me intimida. Pero esa, es otra historia.




Con su retorno las buenas nuevas parecen sucederse. Carlota trae satisfactorias noticias del estado de James, quien poco a poco va recobrando su pulso vital. Ella está alegre y afronta los nuevos días con la ilusión desvanecida por el varapalo del accidente. Su presencia me da ánimo y ambas nos estimulamos con los descubrimientos de nuestros bien queridos amigos. Posponemos la zozobra de la fotografía hasta que podamos sonsacar a James y dejamos Londres y España a nuestras espaldas. Disponer de unos días y vaciar las arcas familiares ha sido coser y cantar; así que ni cortas ni perezosas nos hemos plantado en la terminal 4 de Barajas y hemos tomado el vuelo con destino Buenos Aires que nos permitirá
conocer a Margot y traernos de primera mano los testimonios escritos que nos ha ido facilitando por entregas. Quiero agradecerle en persona cuanto está haciendo por recuperar los retazos de la vida de Victoria y de paso presentarle a la buena de Carlota.
Ha dormido todo el viaje, como no podía ser menos, y se ha presentado hecha una rosa en la capital del río de la plata. El invierno nos ha recibido con suavidad, aunque desprovistas de ropa de abrigo, por lo que nuestros primeros pasos por la capital nos han encaminado al barrio de Palermo para visitar alguna tienda que nos provea de lo necesario. Una vez instaladas en el hotel, con la Plaza de Mayo como fondo, donde tantas veces han paseado las madres de mayo frente a la Casa Rosada, llamamos a Margot y quedamos con ella en Puerto Madero para degustar un mate y ponernos al día en sus últimas averiguaciones. Su reacción al sabernos en la ciudad ha sido de sorpresa, pero con rapidez se ha repuesto y se ha servido a acompañarnos en nuestras andanzas al otro lado del charco. Es tan habladora como Carlota y ambas han hecho buenas migas desde la primera impresión, lo que me da tiempo para detenerme en los últimos datos extraídos de la entrevista de Suri. Dicen así.

Todavía con el rostro contraído por la extrañeza de su respuesta, decidí seguir los pasos de Suri a través de la Avenida Nerudova por ver dónde la conducían. No quiso desvelarme el misterio y se mostró enigmática y risueña. Al quitarse las gafas de sol descubrí un velo blanquecino sobre el verde de sus pupilas y un constante lloriqueo de su lagrimal. Le ofrecí un pañuelo que tomó el punto. Por el camino me preguntó curiosa por cuanto íbamos viendo, pues sus recuerdos de Praga eran tan rudimentarios que se perdían en fachadas decimonónicas y alguna torre eclesial salvada del fragor del tiempo. Ahora la ciudad hervía de vida y se semejaba a cualquier otra ciudad europea, con edificios bailando al son del arte, rascacielos de puntas afiladas, y amplios espacios verdes para el esparcimiento. Bajo el Puente Carlos se haya una pequeña cafetería que da acceso a los barcos que surcan de recreo el Moldava. En una pequeña mesa lateral, con vistas al río, un anciano pasea su mirada entre las letras de un periódico pasado. Sin darme cuenta, bajo la atenta
mirada del caballero Bruncvick protegiendo la isla de Kampa, Suri me presenta a Sasha. Le doy la mano conmovido por un saludo que me lleva hasta 1943. Mi adorable dama se ríe con gracia de mi sonrojo y me invita a sentarme. Ellos se dan un beso en la mejilla y se estrechan en un abrazo que parece no querer lastimarlos.
Sasha es ahora un saco de huesos y ropas cayéndole por los hombros, de mirada vacía y manos temblorosas. Suri aquieta su continuo movimiento y le habla al oído en inglés. Asiente con la cabeza y me contempla, como quien mira a un pez en una pecera. Es ella quien habla: No tenga miedo, no se va a romper.- dice Suri. Se ha convertido en un anciano gruñón, pero mantiene la energía con que le conocí. Son sus recuerdos los que perturban su mente y le tienen sumido en el abandono . Debo contarle lo que ocurrió en aquel lejano periodo; pero quería hacerlo a su lado, pues él formó parte determinante de lo que aconteció.
Aquel año pasó raudo con alguna esporádica visita siempre de la mano de Andrew que actuó como su mentor. Pero las acciones se fueron volviendo más peligrosas y las visitas fueron espaciándose por culpa de la distancia, hasta que un día desapareció, se perdió en los recovecos de una Praga ocupada. Contactado por la inteligencia rusa, pronto fue descubierto y trasladado a la madre patria como desertor. Esa ignominia se castigaba con la muerte, pero Sasha tenía contactos en el servicio británico y eso le salvó del fusilamiento.Quizás hubiese sido lo mejor. Las condiciones en el gulag fueron devastadoras, sin asidero con que sustentarse, sólo una voluntad de hierro le mantuvo con vida. El terrible episodio del bosque de Katyn acabó por doblegarlo. Sus propios compatriotas se entregaron a la vorágine del mal por el mal y enterraron en los bosques soviéticos a oficiales, suboficiales y soldados polacos ejecutados sumariamente, militares y civiles en fosas comunes con apenas un ligero manto de tierra cubriéndolos. Su participación en el descubrimiento de los cadáveres bajo la fría temperatura de la incipiente primavera junto a otros prisioneros les convirtió en presas de la demencia. Sasha fue uno de ellos. Con el fin de la guerra su exposición al mundo fue la de un muerto en vida. Fue internado en un hospital hasta que los buenos cuidados de algunas enfermeras le devolvieron la voluntad de seguir. Pasarían muchos años hasta que pudo establecerse en Praga. En su locura regresó al lugar donde sabría que yo le buscaría, donde
retornaría para rehacer mi vida. Lo que no sabía es lo que había sido de mí. Y por aquel entonces, mi vida no era un lecho de rosas.
Con su desaparición me sumí en un profundo dolor que el paso de los días no hacía sino incrementar; no encontraba consuelo ni en la compañía de los míos, ni en el arduo trabajo, ni en las favorables noticias llegadas desde el frente. Y entonces apareció James. Volvió de su retiro en el campo, ebrio de determinación. Durante mucho tiempo me acosó con dulzura, me atosigó con promesas que me garantizaban una vida cómoda, me regaló los oídos con una voz suave y cariñosa, como ya no estaba acostumbrada a escuchar. Y sucumbí, me dejé enredar en la madeja de un porvenir en el que dejarme llevar. Fueron meses de requiebros, de cálidas miradas y recato comedido, hasta que obtuvo lo que tanto ansiaba, mi consentimiento. Se fijó la fecha, pese al alboroto suscitado, comenzando una existencia insospechada de marginación, ira y maltrato.
El temblor de su voz hace surgir el llanto de sus entrañas. Sasha posa su mano en el antebrazo de Suri y besa su muñeca. El gesto del ruso pone punto y final a la historia. Quizás pueda retomarla en otro momento, o quizás sea agua filtrada entre las piedras de la que nunca sabremos su frescor.
Tímidamente me incorporo y abandono mi mirada en las olas que levanta el ferry que surca el Moldava; lentamente las ondas se van perdiendo y aunque aguzo mi vista, la lisura del agua es la constante. Suri me indica que necesita descansar y la comprendo. Allí se quedan bebiendo a pequeños sorbos, cuchicheando como dos adolescentes, mientras mis pasos resuenan en los adoquines camino de un puente que me lleve a la Vieja Praga.

Se ha hecho el silencio. Carlota y Margot han ido escuchando mis palabras hasta quedar enmudecidas. Ninguna se lo esperaba. Tampoco yo, poco dada a las sorpresas. Las tres nos preguntamos por ese callado futuro de Suri y nos proponemos ponernos en faena para desentrañar sus días sucesivos. Entre tanto nos ha pillado la noche y regresamos al hotel dejando a Margot en su morada bajo la promesa de un encuentro a primera hora. Buenos Aires se tiñe de rosa en el ocaso con nubes que amenazan lluvia. ¿Tal vez no pueda dormir por el jet lag, o será por Suri?





Las inquietantes declaraciones de Suri en Praga han extendido un velo por las informaciones que en su día nos dio James y han provocado en Carlota un enfado superlativo. Anda desazonada por la habitación esperando la hora en que llamar por teléfono a James y pedirle explicaciones. Intento ser comedida y aplaco su ánimo envalentonado con razones más o menos superfluas que absuelvan a su amado, pero no sé si he sido lo suficientemente convincente. La llamada de Margot de buena mañana nos ha quitado las preocupaciones inminentes y hemos salido prestas a tener un buen rato de conversación y una visita turística con guía incluida que sacuda la modorra del viaje y las malas noticias de Europa. Aquí la gente se mueve al compás de un tango eterno bajo la atenta mirada de Gardel; sus espíritus coléricos se deslizan por el parquet en milongas repartidas por los incontables barrios de la ciudad. Margot ha sintonizado con Carlota y nos encamina al suburbano (como aquí se conoce) para llevarnos a Palermo Soho, un vanguardista ejemplo de edificios eclécticos rediseñados, donde las tiendas, restaurantes y fachadas salpimentan la cuadrícula de calles que rodea el parque tres de febrero. Paseando por sus puentes y senderos observamos la inspiración japonesa en el corazón latino; la calma enmudece a la ciudad frenética de cláxones y humo perpetuo. Por eso aquí, frente a un expreso, con la pausa de un viento fresco, observando tras las ventanas el encogido caminar de las parejas, Margot saca un legajo de su bolso, exitiende los folios por la mesa y nos invita a leer la transcripción en la que ha trabajado los días pasados: en sus líneas encontramos respuesta a nuestras cavilaciones y en parte comprendemos el por qué de la realidad enmascarada por James.

Suri: ¿Alguna vez se ha fijado con detalle en el reloj astronómico de Mikulás?. Tantas veces hemos
pasado frente a él que no nos detenemos en sus detalles y, sin embargo, simboliza tan bien el mundo que nos ha tocado vivir. La tierra como centro del Universo, rodeada por las órbitas de los planetas. Nos creemos el ombligo del mundo y tan sólo somos partículas de polvo en un vasto espacio indefinido. Ese esqueleto que simboliza la muerte y que danza disfrazada con su reloj de arena advirtiéndonos de nuestra efímera existencia. Los pecados de la lujuria, la vanidad y la avaricia simbolizados en representaciones que nos parecen ajenas y que sin embargo encarnan el espíritu del siglo XX. La primera vez que regresé estuve horas contemplándolo y sólo entonces alcancé a ver la magnitud de mi error. Pero ya no había marcha atrás.
Entrev. Siempre hay tiempo para rectificar.
Suri: Ja, ja. No lo crea. Hay un punto de no retorno que impulsa nuestros pasos en una única dirección. Así me lo hizo saber James, y así me lo hizo entender.
Entrev: En su lacónica respuesta percibo un halo de dolor indescriptible. 
Pero. ¿por qué habría de volver?
Suri: Por ella. Por mi hija. Por Elisabeth.
Entrev: Entonces, ¿tiene una hija?
Suri: Por supuesto. Una hija fruto de una tormentosa relación con un hombre al que nunca amé, que me destrozó la vida a base de golpes y vejaciones, que me recordó sin desmayo mi condición de huérfana, refugiada y pobre. Lo odié como nunca antes había odiado a nadie, desprecié su orgullo, su avaricia, su vanidad; y por encima de todo, su lujuria. El fruto fue Elisabeth. De ella se apoderó mientras yo me distanciaba cada día; la colmó de atenciones y regalos mientras a mí me relegaba al olvido. Poco a poco, yo misma sentí la lejanía con ella, puse una distancia que ignoraba ya no podría recuperar. Cuando supe que Sasha seguía vivo, el amor de otro tiempo se adueñó de mi y ni siquiera los lazos con mi hija fueron suficientes para retenerme. ¿Qué podía hacer? Ella bebía los
vientos por su padre; despreciaba mi religión, mi cultura, mi origen humilde. ¿Debía privarla de una vida colmada de bienes o debía permanecer a su lado, comprometida con algo que despreciaba? Mi decisión fue dura, pero salvó mi existencia. Tantas veces me he censurado haber actuado así; tantas las ocasiones en que he llorado lágrimas de sangre por la carencia de mi hija, que he deseado la muerte. Sí, esa que danza con el reloj marcando nuestros tiempos. Pero uno no elige su momento; son otros los que nos la ponen en nuestro camino.
Entrev: Entonces, ¿no ha vuelto a verla?
Suri: No al menos conscientemente. En las pocas ocasiones en que regresé a Londres para ver a Annie, James procuró mantenerla alejada y además seguí temiendo su reacción. Se me clavaban puñales en el pecho cada vez que me acercaba a la ciudad donde ella vivía. Era tan pequeña. Con el tiempo alguien me dijo que una joven asistía a mis conferencias por medio mundo sentada en las últmas filas; siempre con gafas de sol y una enorme pamela. No tomaba notas, no preguntaba. Estaba inmóvil hasta que se anunciaba el final de la charla; y entonces, sigilosamente, huía de la sala. Durante mucho tiempo deseé que fuese ella, pero nunca lo supe.
Tiempo después de recuperar a Sasha, Andrew consiguió una fotografía en sepia de James con Elisabeth en brazos. Guardé ese tesoro con mi vida durante mucho tiempo. Años después, entrando en la vejez, comida por los remordimientos, conocí de la existencia de un nieto, también llamado James, fruto del vientre de Elisabeth y aunque supe que jamás me aceptaría, que mi irrupción en su vida no haría sino perturbarla, le envié anónimamente la fotografía en un sobre escrito a mano. Celosamente guardé una copia de la que estirpé la figura del hombre elegantemente vestido. Cada noche la veo sonreir al horizonte y sueño que es mí a quien sonríe; que todavía hay tiempo para la esperanza.
Entrev: ¿Cree que aún hay un futuro con ella?
Suri: No, por Diós, aquél tiempo pasó. Ya soy demasiado vieja y cuento cada día que respiro como si fuese el último. Junto a Sasha rememoramos una dolorosa existencia pero nos consolamos en un amor que ha trascendido el tiempo y el espacio. El ha sido la fuerza que me ha mantenido viva, la que me ha forzado a luchar contra viento y marea. Ahora me necesita y cuando exhale su último suspiro, yo estaré a su lado en la convicción de que hice lo correcto.

No he sabido qué decir; he agachado la mirada y me he entregado a darle vueltas al azúcar de mi café. Tras varios días en su compañía todavía supone un enigma indescifrable. Bajo los toldos de la cafetería observa oscilar las hojas de los plátanos en la plaza y el deambular de los turistas que en pequeño número se arremolinan en torno al guía que los conduce. Debe volver con Sasha. Me quedo en mi sitio, evaluando la importancia de una descendencia con la que no contaba.

Estamos estupefactas. Desde la descripción que me hizo Carlota intuí que era una certeza plausible. Que lo haya corroborado Suri no obstante, me ha sobrecogido. Elisabeth es pues la madre de James, del James de Carlota. Entiendo su mutismo y Carlota atempera su cólera. Es un asunto espinoso, reservado al ámbito familiar, íntimo y sensible. Sentimos el cariño de Suri como algo propio, pero nos cuesta entender el desarraigo aunque lo explique
los años turbulentos, un amor confundido y un pasado tormentoso. En parte, también James es huérfano, huérfano de una abuela que le mimase, que le consolase, que fuese su confidente. Los ojos de Carlota denotan que su comprensión es infinita. El camarero con la cuenta nos devuelve a la realidad. Enfilamos Gurruchaga hacia la Casa Polaca, comeremos donde lo hizo Borges tantas veces, si es que todavía tenemos apetito.




He bajado temprano al desayuno, sorprendida por el frío que azota la ciudad; no consigo acostumbrarme a este cambio climático que me tiene encogida sobre el estómago, con las manos ahuecadas en torno a una taza humeante de manzanilla. Desde el buffet del desayuno se observa el viento golpeando las marquesinas en las aceras y negros nubarrones pasan veloces por el cielo bonaerense. Espero pacientemente a Carlota, a quien se le han pegado las sábanas a pesar de las revelaciones de ayer. Ya no se siente presa de un engaño y acepta con ternura las razones que han llevado a James a callar o a decir verdades a medias. No obstante, aún no sabemos cómo se tomaron la noticia en el entorno de Suri, una Annie que la ama sobre todas las cosas y una Victoria que la considera hija y que en ocasiones ha sido su mejor consejera. Entretanto, Margot ha madrugado para llevarnos a realizar algunas compras y de paso a transitar por el centro de la ciudad. Nuestro tiempo se agota y tan sólo permaneceremos lo justo para que Margot pueda acabar de hilvanar sus últimas averiguaciones. Margot no siente el frío que a nosotras nos estremece y se mueve con naturalidad y agilidad por las calles densamente pobladas. Aunque ateridas por el fresco tan sólo suavizado por dispersos rayos de sol, salimos hacia la Plaza de San Martín, en sana camaradería, dispuestas a sacar petróleo de unas tarjetas de crédito exhaustas.
Cuando llegamos a Santa Fé ya no sentimos las manos enfundadas en los bolsillos, y acometemos las Galerías Pacífico como una isla en medio del océano. La abundante presencia de gente en Corrientes y el discurrir rutinario de la ciudad sacunden mi aturdimiento y en una cafetería frente al teatro Tabaris, pedimos algo caliente y nos aprestamos a escuchar una nueva carta de Victoria.

 Querido Andrew:
¿Cómo pudimos estar tan ciegos? ¿Cómo no nos dimos cuenta de que con nuestra inacción estábamos dando alas a este movimiento que ha puesto el mundo patas arriba? Me pregunto si no será tarde. Desde luego que lo es; al menos para muchos. Me cuentas la reunión a la que has asistido como espectador entre Jan Karsky y el presidente polaco Sikorski, en la que han intentado informar objetivamente de lo que sucede en Polonia, y se me han puesto los pelos de punta. Ese hombre de ascendencia libre se arriesga exponiendo su vida a visitar un campo de concentración en Izbica y a adentrarse en el gueto de Varsovia sin saber si podrá salir de él. Y todo para qué. Sí, luego dirán que fueron advertidos y que pusieron los medios; que poco más se podía hacer; que también nosotros sufrimos pérdidas. Pero no te quepa duda de que la historia nos marcará para siempre. Se habla de cientos de miles de ejecutados, incluso de millones de judíos recluidos en campos o hechos desaparecer sin dejar huella. Escuchamos a Karsky; pero eso es todo. Se me revuelven las tripas al pensar que no puedo hacer nada, que mi contribución es tan exigua que no aportará consuelo entre los que padecen tantas calamidades. He escuchado a María del Carmen gemir en la noche, asustada por las bombas que vomita el cielo; la he cobijado bajo mi manto al tronar de los aviones que volvían cada noche y sólo de pensar el dolor que podía provocarme su pérdida se me aflojan las piernas. Así pues, pienso en cada madre separada de sus hijos, condenada al padecimiento físico pero más aún al tormento de no ver más a sus seres queridos, y se me abren las carnes. Doy gracias al cielo por seguir rodeada de los míos aunque tus apariciones sean esporádicas, y por gozar de salud pese a las penurias obligadas por una guerra que se me hace interminable. ¿Llegará el final, Andrew? ¿Todavía habrá esperanza para el género humano? Tú eres optimista ahora que los americanos se han implicado en forma global, asustados los nazis por el frente comunista y lacerados en sus costuras por la resistencia en tantos y tantos lugares. Pero yo soy más pusilánime y veo partir al frente a los muchachos que debieran hacer progresar una nación libre. Atrás quedamos las mujeres y los niños escuchando las aventuras de los ancianos que dejó la vieja Guerra, acurrucadas en los vanos de las puertas, esperando noticias de aquéllos que partieron, sin más consuelo que el llanto de los lactantes y el palpitar constante de nuestros corazones.
En lo cotidiano, con el regreso de nuestro casero las visitas del joven James se suceden a diario. No oculta sus intenciones y tan pronto llega galantea con Suri de manera algo indecorosa. Sé que ella suspira por Sasha, pero también sé que es consciente de la dificultad de su empresa. Todo se opone a un amor condenado al fracaso y aunque le damos alas, las circunstancias se encargan de quitarnos la razón. Hace demasiado tiempo que no sabe nada de él; y como auscultando a su presa, James se encarama en su atalaya de petulancia y soberbia escondiendo las garras, luciendo la mejor de sus sonrisas; esperando pacientemente el momento de abalanzarse sobre ella. Estos devaneos fruto de mi parcial visión de la realidad no tienen una base sólida y Suri le rie las gracias y se muestra complaciente, en una evidente discreción, con sus requiebros. Annie parece ajena; la vengo viendo cansada, agotada, en muchas ocasiones absorta en cavilaciones que me preocupan. En el hospital hay un trasiego de gente que le va minando la moral: le he pedido que se tome algunos días para descansar en el campo o junto a nosotros para recobrar las fuerzas, pero es inútil, tan cabezota que prefiere seguir deteriorándose a ojos vista haciendo turnos interminables. Por mi parte no me atrevo a irle a Suri con mis chismes sin base en qué sostenerlos. O bien encontraré pistas que prueben que tengo razón, o bien me comeré mis palabras. Esa persecución de una felicidad colectiva me tiene en una increíble comezón. Y en apariencia todo fue bien hasta que Annie dijo que tenía que emprender un viaje de trabajo. Nos ocultó a todos sus intenciones, incluso yo misma me dejé convencer con sus vanas explicaciones; pero, ¿acaso no deambula la gente en medio del caos sin más razón que su mera presencia? La aguijoneamos a preguntas, pero sus respuestas siempre tenían consistencia. Francia no quedaba tan lejos y debía ayudar a su equipo médico, experimentado en acciones bélicas. Creo que ni tú mismo sabías nada y aunque te he pedido que investigues sigues nadando en la ignorancia. Quizás sea mejor así. Prometió escribirnos y me dejó al cuidado de su Suri. Ansiosos aguardamos sus noticias, que de momento no llegan. El resto nos hemos convertido en un barco a la deriva. Poco puedo hacer enfrascada en un trabajo que me absorbe y que me deja agotada cada noche. Un disperso tropel de niños se organizan a su manera sin nadie que les guíe y ello me provoca congoja y pesadumbre. Espero tu retorno cuando más falta me haces; ausente Annie y yo extenuada, tu presencia se hace ineludible. Dime que volverás pronto y hazme recuperar las fuerzas que me fallan, pues a tu ausencia debo sumar el miedo que me provoca la de Annie. Tuya en la distancia, Victoria. Londres 09 de agosto de 1943.

Margot ha encogido los hombros, ha enarcado las cejas y con su mirada ha dejado una pregunta en el aire. ¿Qué ha pasado con Annie? Todas nos preguntamos lo mismo tras esta carta lacónica cargada de impaciencia. Los nervios de Victoria, a la que notamos especialmente sensible e irritable, han traspasado el tiempo y se han adueñado de nosotras. También en este lado del océano queremos saber qué ha pasado con Annie, a qué se debe su repentina partida y en qué modo afecta al grupo de las islas. No obstante se ha hecho tarde y enfilamos Retiro con la Torre de los Ingleses como telón de fondo antes de despedirnos hasta horas antes de nuestra partida. En zozobra, una mujer a la que hemos introducido en nuestro mundo, se pierde cavilando entre el gentío. Solas quedamos Carlota y yo, pegadas al asfalto, zarandeadas por un viento que no ceja. Cuanto mayor es la carga en los hombros de Victoria más la amamos.






6 comentarios:

  1. Pues sí que me encanta este blog!!!!!
    Ya me he registrado y espero recibir noticias de Victoria y Andrew.
    ¿Sabes que mi abuela, Vicky Alcalá, se llama Victoria y nació en 1924? El próximo 11 de marzo celebramos su noventa cumpleaños...
    Necesito leer esta historia apasionante!!!
    Voy a por un café (y a sacar la manteca de la nevera para preparar tu receta) y me siento tranquilamente a leer lo que he leído un poco por encima y me ha apasionado.
    Un besote,
    Chelo

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    1. Encantados de que te haya gustado, esperamos que no te decepcione y que te vayas enganchando a nuestro relato. Cuando las hagas ya me contarás que tal las perronillas, ójala te gusten tanto como a nosotros.
      Lo de tu abuela me ha puesto la piel de gallina, podría ser nuestra Victoria, qué curioso como se puede mezclar realidad y ficción!!!
      Un beso

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  2. Guau!!!! Impresionada me he quedado!!! Te he conocido al ver que te habías quedado como seguidora en mi blog (gracias, mil gracias)...y he venido a visitarte...y no puedo irme...por favor, qué blog más bonito y qué contenido más espectacular...me encanta lo que haces y lo que escribes...has unido en un blog dos de mis grandes pasiones: la repostería y la lectura...a partir de ahora no me pierdo nada tuyo.
    Besos y felicidades por tan buen trabajo
    Anna

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  3. hola¡¡¡, tan sólo saludarte y darte las gracias por el magnífico relato. estoy sorprendido de la sensibilidad que transmite, de lo bien que lo desarrollas y de que osciles con tanta soltura entre la ficción y la realidad. y lo mejor: esta tensión naciente que despierta un anhelo por querer seguir leyendo.
    aun no he llegado al final de tus entradas, pero te prometo volver. mientras tanto recibe mi apoyo y mi ánimo, por si te sirven para continuar dándoles vida a victoria y los suyos.

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    1. Nada gratifica tanto la escritura como el comentario crítico de quien te lee; que además sea positivo añade un plus de orgullo a quien lo recibe, máxime cuando quien lo emite siente esa sensibilidad y la transmite en su trabajo, en su hobby o en su arte. Por supuesto que Victoria recibirá con cariño los halagos y seguirá su lucha capítulo a capítulo entregando sus lecturas para entretenimiento de unos pocos. De nuevo, gracias por poder contar contigo en esta aventura. Angeles

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    2. quiero creer q si me lagrimean los ojos, ahora q he terminado de leer tu relato, "es culpa de la pantalla". hasta ahora era un empedernido lector sobre papel, pero tú has conseguido q olvide el formato y abstraído viva intensamente esta historia tuya.
      no deseo halagarte en demasía - aún - para q continúes desarrollando con honestidad y humildad tus sentimientos, pero si me gustaría dejarte un apunte: eres muy buena escribiendo, y muy muy mala por hacernos sufrir tanto...

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Me gustan tus comentarios, me encanta leerlos todos, gracias por molestarte en escribirlos.

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